Por Óscar Domínguez Giraldo
Al maestro Emilio A. Caro Gallón, simplemente Emilio, el hombre que se pasó a vivir debajo de un sombrero, salud.
Me iba cogiendo la aurora para felicitarte por tu cumplesantos número 84. No es por ofender, pero eres de los últimos dinosaurios del ajedrez que te deparó primera esposa y dos hijos de maravilla: Ana Isabel y Gunther Caro Guggenberger a quien pueden seguir en Facebook o a través de YouTube. Saldrán ganando (no habla de ajedrez, precisamente).
Emilio, que sean muchos más los que cumplas así sea chicaniando con esos churros de bandera que te acompañan (en fotos) en tu ocaso. Porque si no puedes con la fidelidad, mucho menos con la infidelidad.
No exagero un carajo si cuento que desde hace décadas, el matutino, el meridiano, el vespertino y el nocturno del ajedrez paisa pasan por ti.
Gracias por tus crónicas y anécdotas sobre el ajedrez. Te las sabes todas y las que no, las tienes apuntadas en un papelito.
Tienes bien ganado el título de maestro en el juego que vino de la India a lomo de cobra.
Eres toda una autoridad y un referente en materia ajedrecística. No en vano fuiste campeón nacional, departamental y vives organizando torneos. En suma: eres un apóstol del juego del ajedrez una de las formas silenciosas de la felicidad. Con tal de reclutar un catecúmeno para el juego que nos hermana por lo alto, eres capaz de volverte ateo.
Y no faltas a la tertulia de los lunes por convocatoria del marchante Jorge Hernández. De esa logia de proUstáticos “lunáticos” forman parte jugadores entre los 70 y los 92 años. Extraña forma la de ustedes para prolongar la vida: dando y recibiendo jaques y mates. Deberían patentar el procedimiento
En plato aparte, gracias por ser altísima fuente mía en esa disciplina. Que viva Emilio, carajo, el único que ha sido viudo siete veces conservando vivas a todas sus ex. Bueno, a casi todas…
Y a manera de regalo de cumpleaños te comparto esta vieja nota que escribí sobre la forma como juegan ajedrez mis nietos australianos, Mateo y Patrick, de 14 abriles. od
Revolución en el tablero
Borges abogaba por deportes en los que no hubiera vencedores ni vencidos. Abominaba del fútbol sometido por la FIFA a latonería y pintura.
El memorioso de Buenos Aires habría felicitado e intrigado una selfi con mis nietos australianos, los mellizos Mateo y Patrick, quienes juegan ajedrez solo por el encanto de hacer tablas.
Supongo que hasta Borges que le dedicó dos sonetos al juego (“¿… qué dios detrás de Dios la trama empieza…?”) sabía que las tablas se dan cuando los jugadores se reparten el punto.
En la aldea global de pronto surgen movimientos para frenar la orgía de empates cómodos. Las muelles tablas son una claudicación, una invitación a jugar a no jugar. Las denominadas tablas de Sofía que pretenden frenar el camino fácil del empate han fracasado.
Tampoco ha pelechado la propuesta del gran maestro uzbeco Kasimdzhanov de que en el ajedrez, como en el tenis, siempre haya un ganador. Nadie volvería a dormir ni a fornicar hasta que no gane alguno. Esto sacaría a los trebejistas de la zona de confort.
Pero jugar a hacer tablas siempre como proponen mis canguritos asutralianos, es tan exótico como para un ateo despertar creyendo en todos los dioses, o hacer hoyo en uno en golf con una raqueta de ping-pong.
Llevo sesenta años rindiéndole culto al ajedrez pero las partidas más surrealistas las he jugado contra los mellizos Mateo y Patrick a quienes vimos crecer por Skype.
Si hay ajustes en el fútbol para que suene más la registradora, mis repetidos australianos, por razones lúdicas, no quieren quedarse atrás y plantean jugar hasta quedar con los reyes pelados, sin pensar en la zozobra del revés ni en la fugaz inmortalidad del triunfo.
La FIDE que mangonea en asuntos ajedrecísticos decidirá si acoge la propuesta de jugar solo por amor-humor al deporte que protege la diosa Caissa.
Mateo y Patrick practican un extraño ajedrez: Para hacer valer su condición de mellizos juega el uno, después el otro y finalmente el rival. Más audaz este «modus jugandi» que otra opción sugerida para sacudir el callado mundillo del tablero: cambiar de lugar las piezas mayores al principio de la partida.
Ya que no he propuesto nada que me depare así sean migajas de inmortalidad, a espaldas de mis nietos le cedo su idea al mundo del ajedrez que tantos momentos gratos me ha regalado. Ya puedo desocupar tranquilo el amarradero
(Publicado en El Tiempo)