Por Óscar Domínguez Giraldo
Gilberto Álvarez, el Uno, envigadeño, jugador de ajedrez de tiempo completo, decidió un buen día enfrentarse en un final sin dama con la vida y le ganó la muerte. (Me copié de la entrada de La Vorágine. Es un guiño a Rivera en los 100 años de su novela).
Entendida como un enroque largo, la muerte del Uno dejó a Envigado sin su principal promotor del juego de los escaques. Cuando fue “recogido por el silencio” el tablero se vistió de luto.
Fue el Uno no sólo por orden alfabético. En el Colegio La Salle, del barrio Mesa, y en el Manuel Uribe ángel (MUA), fue de los que siempre pisó duro a la hora del estudio, de darse íntegro en el trabajo intelectual. En el bachillerato fue un peón de brega que siempre coronó dama en todas las empresas que acometía.
De estar vivo, habría asistido a la celebración de los sesenta años de la promoción de bachilleres del 64. El foforro se realizó el viernes 22 en La Leña, el restaurante de su hermano Orlando en el barrio Mesa. Al evocar a Gilberto, Orlando se regaló una furtiva lágrima. Su voz trastabilló.
El Uno fue promotor del ajedrez con las uñas; dio batallas que en vez de desanimarlo, lo alebrestaban. Todo con tal de ganar catecúmenos para esa religión del silencio que es el juego que parece una ciencia (gracias, Capablanca por la metáfora)..
Gilberto Álvarez, mirando a la cámara, en alguna premiación de un torneo de ajedrez en Envigado (Foto del álbum de Saul Montoya).
Tenía claro que el ajedrez, bien o mal jugado, es una de las formas de la felicidad, de acicatear la imaginación. Otra forma del arte.
Muchas noches le caí a su casa del barrio Mesa, cerca de La Cruzada, camino de Eldorado, para despachar reñidos encuentros que jugábamos muy cerca de la máquina Singer de su padre, sastre de todas las horas, Christian Dior envigadeño.
Como su taita, a la hora de mover las piezas, el Uno no daba punta sin dedal. No soltaba fácilmente la presa. Era tan elegante en el triunfo como en la derrota. Ganarle era tan estimulante como perder con él. (Otra de las virtudes del ajedrez: se aprende y goza en la victoria y en el revés. Claro que mejor ganar. Tampoco somos bobos los trebejistas).
La música de fondo de nuestras partidas estaba constituida por ruidos silenciosos de botones que se dejaban pegar, telas que se iban volviendo pantalones, agujas ensartadas de memoria de tanto hacerlo. La Singer de papá Álvarez era el mejor acompañamiento musical en esas noches envigadeñas en las “que se odiaban” los colores blanco y negro.
En un tiempo, el meridiano, el vespertino y el nocturno del ajedrez pasaba por la prendería-tipografía Ossaba, a un lado del desparecido teatro Colombia. Con el tiempo y un palito, Ossaba le pasó la entorcha ajedrecística a Gilberto.
No era el Uno de los que se le medían a capar clases para jugar billar o cartas en el Aventino. No lo tramó el mundillo de los “perros” del Libertador. Éramos los desaplicados los que faltábamos a clase para seguir desde ring side los desafíos entre Oscar “La muerte”, y el viejo Pompilio Parra, el de la chatarrería.
Tampoco era el fuerte de Gilberto perder el tiempo los domingos en el andén, después de la homilía-cantaleta de mi paisano de Montebello, el párroco Pablo Villegas.
Con el Uno compartimos en el Manuel Uribe Ángel, a profesores como “El Gato” Óscar quien explicaba la ley de la inercia a partir del juego de billar. Muchos aprendimos más de ese juego que de la física.
Disfrutamos a Filiberto Agudelo, profesor de filosofía, quien nos inculcaba el respeto al derecho ajeno con su célebre frase: “Cada uno es cada uno y tiene sus cadaunadas”. O al Checho Castaño, profesor de química, quien nos dio esta insólitra respuesta cuando le pedimos que no se adentrara mucho en el mar de Tolú, adonde fuimos de paseo de fin de año: “Qué va, hombre: Si los tiburones no comen mierda”.
Gracias al Uno por su legado ajedrecístico. Nunca hizo como ajedrecista lo que no pudiera hacer como caballero, o ciudadano envigadeño de la llanura.
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