Lunes del ajedrez: Difícil que haya luz sin candeleros

En la despedida a Victor Alberto Gómez, magnífico rector del Gimnasio Moderno de Bogotá.

Por Pompilio Iriarte Cadena

El amor se ofrece y se recibe, pero no se agradece, al menos como algunos que dan las gracias por la luz de la llama, pero olvidan el candelero que en la modestia y discreción de la sombra sostiene la vela. Agradecido no es el que llora por algo que termina, sino el que se alegra porque el pie del candil queda ahí y hace posible que alumbren nuevas velas.

Eso haremos de hoy en adelante: agradecer a Víctor Alberto, nuestro rector saliente, por sus 24 años de vida gimnasiana: 12 como estudiante y 12 más como rector del colegio, pues gracias a él y a su impecable gestión administrativa el Gimnasio sigue más vivo, fuerte y hermoso que nunca dispuesto a sostener nuevas luces y nuevas luminarias como corresponde a una institución que con el paso de los años tendrá su tiempo para llegar a joven, es decir, para ser lo que siempre ha sido, pues nunca ha perdido su condición de niño ni su amor por el humor y por el juego. 

Como todos sabemos, el juego y el humor, además de estrategias pedagógicas de probada eficacia, son formas de vida del Gimnasio Moderno.

Sí, el juego, no en el sentido de que el colegio forme ludópatas y tahúres fulleros y tramposos entregados compulsivamente a los juegos de cartas y de azar, sino como lo define Huizinga: «… una acción que se desarrolla dentro de ciertos límites de lugar, de tiempo y de voluntad, siguiendo ciertas reglas libremente consentidas, y por fuera de lo que podría considerarse como de una utilidad o necesidad inmediata».[1]

También el humor, en el sentido de no tomar demasiado en serio a quien se toma demasiado en serio. Nada más cercano a la tontería y a la estupidez que esa seriedad ceremoniosa y acartonada que ignora la relatividad de las cosas y de la condición humana.

Lo anterior me da pie para validar en toda su dimensión el humor gimnasiano. No se trata tanto de la habilidad para contar chistes, cuanto de la actitud de distancia crítica que nos permite sopesarlo todo y no comer cuento. No comer cuento –lo sabemos– es no tragar entero, y en no tragar entero consiste esa forma de vida llamada modernidad que inspiró la filosofía educativa del Gimnasio.

El poeta Federico Díaz-Granados, Pompilio Iriarte y Víctor Alberto Gómez (de izquierda a derecha), en la ciudad de Viena.

Todos sabemos de la afición de Víctor por el ajedrez. Cuando en 1967 llegó a Montessori, se enamoró del colegio, pues alguien al parecer le mostró en la Raqueta, en grandes letras de cemento, la G y la M que sin duda Víctor asoció con la G y la M del título de Gran maestro que otorga la Federación Internacional de Ajedrez, FIDE, a los ajedrecistas que alcanzan en torneos oficiales 2.500 puntos de calificación y al menos 3 normas de Gran maestro. Cuando 12 años después, en el 79, recibió el título de bachiller de manos de su gran maestro el prof Ernesto Bein, sabía perfectamente que los grandes maestros del ajedrez y los grandes maestros del Moderno usan mucho los tableros, los unos para jugar, los otros para enseñar, lo que viene a ser lo mismo.

Con los años sigue aprendiendo cosas nuevas. Sabe, por ejemplo, que en ajedrez es peor la clavada que el doble jaque del caballo al rey y a la reina cuya consecuencia inevitable es la pérdida de la dama. Sabe que entre el mate de la coz, el del loco, el del pasillo o el del pastor es preferible el mate que beben paraguayos, uruguayos y argentinos en el sur del continente. Que la declaración de empate en ajedrez se oficializó en el Antiguo Testamento cuando Moisés le aceptó a Yahveh las tablas que le ofrecía, y que las tablas –las de multiplicar y la tabla periódica que algún trabajo le dieron como estudiante– poco o nada tienen que ver con sacrificios de damas, aperturas, juegos medios y finales y, mucho menos, con enroques cortos y largos. Sabe que cuando un par de jugadores tercos y necios se enfrentan en el tablero, juegan cuatro caballos y dos asnos. Que, según Frank Mayer, «El Ajedrez es el único deporte en el cual un viejito de 63 puede ganarle a un joven de 20», y «el único, según Pagura, en el que un joven de 20 puede ser derrotado por otro joven de 90». Sabe, en fin, que a los ajedrecistas no se les exige genialidad, pero sí que jueguen mejor que su oponente.

Cuando uno mismo es su mejor entrenador, como quiere Petrosian; cuando la acumulación de pequeñas ventajas implica superioridad considerable, como sugiere Steinitz; cuando en el tablero y en la escuela, como sostiene Lasker, compiten personas y no trebejos, el ideario educativo del Gimnasio se ve muy próximo al del deporte ciencia. Este respeto y consideración por la persona humana es la regla de oro de Víctor Alberto en el trato con las demás personas, en especial con las que tiene a su cuidado, trátese de alumnos, exalumnos, maestros, padres de familia, empleados o trabajadores de servicios generales.

Se ha dicho que el genio es un don de los dioses, que el talento es nuestro propio asunto y que con paciencia y tesón podemos adquirir talento. Sea como fuere, la genialidad en cualquiera de los campos del desarrollo humano consiste en transgredir las reglas en el momento oportuno. Quien no asume el riesgo, jamás ganará la partida, como tampoco la ganará quien abandone el juego.

Algo va de la guerra y los demás deportes al ajedrez: si el sacrificio de dama para dar jaque mate es, según Nelson Pinal, el gol olímpico del ajedrez, el jaque al descubierto, según Reuben Fine, es el bombardero en picada del tablero. Si, como quería Onán, algunos deportes como el baloncesto se juegan con las manos, el fútbol se juega con los pies y el ajedrez con la mente. Por ello, en el ajedrez, como afirma Max Euwe, «la estrategia es cosa de reflexión y la táctica es cosa de percepción».

Alguna vez el Prof Bein pilló a don Rigoberto Prieto, maestro de español y ortografía, y a Víctor Alberto Gómez, exalumno y estudiante de sicología, jugando al ajedrez en la sala de profesores del bachillerato. Furioso como a veces se ponía, dijo a manera de regaño que el ajedrez era «el cáncer del Gimnasio». Sin embargo, estoy más que seguro de que el mismo Prof hubiera aplaudido sin remordimiento estas palabras de Garri Kaspárov, uno de los ajedrecistas más célebres del mundo: «Veo en la lucha ajedrecística –dijo– un modelo pasmosamente exacto de la vida humana, con su trajín diario, sus crisis y sus incesantes altibajos». O estas palabras de Vasili Smyslov: «En el Ajedrez, como en la vida, el adversario más peligroso es uno mismo». O estas otras de Mijail Tal: «Un jugador de Ajedrez es primordialmente un actor». O estas de Boris Spasski: «El Ajedrez, con toda su profundidad filosófica, es ante todo un juego en el que se ponen de manifiesto la imaginación, el carácter y la voluntad». O estas otras de un proverbio chino: «La vida es como un juego de ajedrez que cambia con cada movimiento.

No tendrá usted, don Víctor, que repartir su corazón entre el Gimnasio Moderno y el ajedrez. Para ambos habrá en su alma tiempo y cabida. Sabemos por experiencia que en momentos de tristeza y abatimiento, el ajedrez impide que nos demos jaque mate a nosotros mismos, y que, una vez terminado el juego, el rey y el peón vuelven a la misma caja. Pensando en ello, sería muy bueno que todos los ajedrecistas, como risueñamente sugiere Tartakov,  tuvieran su pasatiempo. ¿Cuál va a ser el suyo, don Víctor? El mío será la poesía:

No hay dos guerras idénticas. Incruento / el jugador, incruentas las hileras, / en diagonales, calles y carreras / la lentitud se pone en movimiento. / No le pesa a la torre su cimiento / si defiende o ataca las fronteras; / las damas (blanca y negra) ríen de veras / del rey por negro o blanco, presto o lento. / El ajedrez, metáfora del mundo, / jugando muestra que el peón profundo / cuando corona, como reina manda, / mientras el rey, armado de caballos, / de alfiles y peones y vasallos, / cuanto más poderoso, menos anda. //.

Pompilio Iriarte.

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