Daniel Samper Pizano
La época más dura de mis tiempos escolares caía más allá de la mitad del año, cuando era una tortura levantarse cada mañana y correr al colegio con el recuerdo de las vacaciones en la cabeza y un pedazo de pan en la boca. El calendario educativo empezaba en febrero o marzo y se cerraba en noviembre. El único respiro lo ofrecían las entonces llamadas vacaciones cortas, que eran cuatro o cinco semanas insertadas en el riñón del curso. Un trozo de julio y agosto nos permitía huir de tableros, tizas, tareas, cuadernos, exámenes y madrugadas. Terminado el alivio pasajero había que regresar a las aulas. Daba grima ver cómo se agolpaban las pobres víctimas infantiles en la puerta del edificio y comenzaban a calcular cuánto faltaba para las vacaciones largas, las de noviembre a febrero.
Justamente hace setenta años, al final de los asuetos cortos de 1953, mi mamá, que era maestra y conocía de estas cosas, me regaló un libro para compensar lo que perdía en reuniones con la pandilla de amigos, paseos al campo, partiditos de fútbol, gambetas al aire libre, batallas entre indios y vaqueros o ladrones y policías. Se titulaba Corazón: diario de un niño y lo firmaba un tal Edmundo de Amicis. A los ocho años yo era lo que podría llamarse un buen chino lector o un chino buen lector. No solo intercambiaba cómics como un fenicio, sino que cultivaba una diminuta biblioteca de tomos de la Colección Juvenil Cadete y otras parecidas que ofrecían las suculentas aventuras de Tarzán, Sandokán, Bomba, Tom Sawyer, Robinson Crusoe, los Robinson Suizos, Búfalo Bill y las que imaginaba Julio Verne en aire, mar y tierra.
El dinamismo, el riesgo, el suspenso y la violencia que ardían en esas páginas no podrían compararse con el manso regalo que acababa de recibir, según inferí del prólogo. Eran historias de niños ocurridas hacia 1886 en una escuela de Turín en tiempos de la unificación italiana, suceso que me tenía absolutamente sin cuidado. Tardé más de un mes en aceptar el sencillo consejo de mi mamá: “Empiece a leerlo y, si no le gusta, lo deja”. Le obedecí. Me resigné y bastaron pocos párrafos para conquistarme. Corazón me sedujo entonces, cuando era un culicagao de ocho años cuya información sobre Italia se reducía a la nacionalidad de Cristóbal Colón, y me acompaña aún. A él debo silenciosas enseñanzas sobre los seres humanos y sensaciones profundas y tempranas sobre la dignidad, la maldad, la solidaridad, la injusticia, el civismo, la mentira y otros tropezones que nos esperan en la vida. Al carecer Colombia de una educación infantil integrada, la única posibilidad de reunir niños de diversas clases sociales y condiciones económicas bajo el mismo techo la ofrecían libros como este, donde el hijo del albañil juega con el hijo del oligarca y algunos alumnos trabajan al salir del colegio para ayudar a la familia.
Un precoz y natural sentido del ridículo me permitía rebajar la alta cuota de melodrama charro que enmelocota el texto: besos al rector, abrazos, llanto, bofetadas de castigo, frases grandilocuentes… Todo lo cual, según vine a saberlo luego, era producto inevitable de la sensiblería del siglo XIX.
A cambio del almíbar, Amicis (1846-1908) es un extraordinario creador de personajes y un descorchador de sentimientos. La comparsa del libro es fascinante: Enrique, el niño relator que representa a los lectores; Garrón, el que combina fuerza y nobleza; Nobis, el riquito tiquismiquis; Coretti, el siempre alegre vendedor de leña; Rabucco, el albañilito cuyos gestos hacen reír a todos; Nelli, el jorobado; Precossi, víctima de las palizas de su taita; Estardo, medio burro pero devoto del estudio; Garoffi, el que negocia con toda clase de chucherías; Crossi, que tiene un brazo paralítico y el padre en América; y Franti, chico perverso que se burla del jorobado, insulta a los maestros, teme a Garrón, trata mal a su madre, se come las uñas y no cumple sus deberes. En su libro Diario mínimo, Umberto Eco realiza una valerosa, ingeniosa y poco convincente defensa del malvado Franti. Fiel reflejo de una época discriminatoria y salpicada de guerras, en Corazón las niñas son personajes terciarios que solo aparecen por sus vínculos con los varoncitos.
Este mosaico y el barrio donde ocurren cosas que afectan a la escuela están complementados por unos cuentos de referencia regional que en algunos casos se convierten en historias universales. Así ocurre con un famoso relato migratorio, De los Apeninos a los Andes, que luego originó películas y series de televisión.
Una de las características de las obras de arte con vocación clásica es su poder de horadar la anécdota en busca de raíces y exprimir en los personajes las esencias humanas. Gracias a ello, un relato sobre niños italianos que transcurre en mil ochocientos y pico supera los límites del tiempo, conmueve a un chino de Chapinero siete décadas después y atrae a millones alrededor del mundo durante más de un siglo. Al publicarse en Milán, Corazón vendió cuarenta y una ediciones en diez semanas y desde entonces se tradujo a decenas de lenguas. Ignoro si hoy todavía cuenta con tantos lectores. Abundan las ediciones en español, algunas de ellas bellamente ilustradas. Pero es difícil que logre competir en el diluvio de ofertas de entretenimiento que acecha los sardinos de hoy.
Debo confesar que, al releerlo para el presente artículo, me conmovieron de nuevo sus episodios y sus criaturas. Ciento quince años después de la muerte del autor, periodista, académico y político socialista que lo escribió, me inclino agradecido ante su tumba en el cementerio de Turín y deposito un ramo de flores y una lágrima, como lo habrían hecho sus personajes.