

Daniel Samper Pizano
Que toda la vida es cine
y los sueños cine son
Luis Eduardo Aute
Nunca —ni cuando me llevaban a los cinco años a ver películas pías en un corredor de mi parroquia, ni cuando a los diez iba a los ruidosos matinales de domingo, ni cuando a los quince sobornaba al portero para entrar a películas prohibidas, ni cuando más tarde asistí a nocturna dos o tres veces por semana—: nunca, repito, pensé que podría pasar más de un mes sin sumergirme en la tibia caverna de una sala de cine para disfrutar de paz, descanso e imágenes en movimiento.
Y, sin embargo, aquí estoy, alejado durante más de dos años de los teatros que hasta hace poco eran mi segunda sede habitual. He caído en el pozo comodón de los aficionados que renuncian a movilizarse a un gran salón diseñado para vivir películas, y optan por mirarlas en su casa y en su cama. Para lo cual se resignan a versiones disminuidas en tamaño y sonido a través de una pantalla de televisión o una pantallita de tableta.
Lo primero que me alarma es mi debilidad para capitular ante los obstáculos. Es verdad que no resulta atractivo movilizarse hasta un centro comercial, hacer cola en la taquilla, atiborrarse de carbohidratos para acompañar la función, aguantar la creciente mala educación de los espectadores y salir luego expuesto a la inseguridad reinante. Pero esa es la cuota de sacrificio que exigen la tecnología punta de sonidos e imágenes y las acogedoras poltronas de las instalaciones modernas. Durante años perseguí películas en chuzos mezquinos y vi guerras, amores y paisajes apretado en butacas de palo. Y ahora me asusta dejar el hogar, donde, sea lo que fuere, he vuelto a ver gracias a Filmin toda la nueva ola francesa y el neorrealismo italiano que en su momento me costaron esfuerzo y kilómetros. Todo sea por Los 400 golpes, El ladrón de bicicletas yAmarcord.
Me considero un ingrato con las salas de cine de mi juventud. Y no hablo de los teatros de estreno, que también añoro, sino de los garajes de barrio donde eludíamos con mis amigos la imbécil mayoría de edad de veintiún años que fijó la junta de censura de Gustavo Rojas Pinilla como requisito para vislumbrar media teta en un telón. En el nefasto cónclave se regodeaban viendo celuloide sin pagar —es más: cobrando— cuatro representantes militares de la burocracia, cuatro delegados del señor cardenal arzobispo, uno más —creo— de los padres de familia y solo dos de los artistas y escritores.
Invoco con agradecimiento y nostalgia a los teatros (ojo a los nombrecitos palaciegos) Imperio, Escorial, Regio Caldas, Cuba, Apolo, San Jorge, Tirso, Atenas y muchos más. Pero, por encima de todo, extraño aquel hogar sustituto donde transcurrieron los mejores años de mi bachillerato: el Chile de la calle 71, entonces también llamado Diana y hoy convertido en el Teatro Nacional.
Me avergüenza aceptar que traicioné mi pasado y actualmente formo parte del contingente que desertó de los recintos cinematográficos cuando más deliciosos y mejores han sido. Las cifras resultan escandalosas, y yo —¡ay de mí!— contribuyo a engordarlas.
Ocurre que desde hace algunas décadas empezaron a desaparecer los viejos cines de barrio. No solo en Colombia, sino en el mundo entero. Los reemplazaron estancias mucho más cómodas, mejor equipadas y más seguras. Pero también más caras y vinculadas a la experiencia consumista de los centros comerciales, donde se guarecieron. En ese momento los inversionistas no podían anticipar dos pesadillas que acechaban entre los matorrales. Por una parte, la rápida y creativa evolución de la comunicación digital, madre del llamado streaming: una transmisión de contenidos multimedia que llega a través de internet y que no necesita descargarse en ningún dispositivo. Sus características permitieron crear enormes depósitos de películas que los suscriptores escogen, conectan, miran y abandonan. Con el flujo constante de películas, el espectador ya no va a cine: el cine llega a su casa. El nuevo fenómeno significaba un competidor para las salas y un rival para las telenovelas, hasta entonces reinas de las pantallas chicas.
Fue así como las cifras de constante crecimiento del público cineasta se frenaron. Y, contagiado el cotudo de paperas, apareció en 2020 el Covid-19, que dinamitó las reuniones grupales y devastó buena parte del comercio. Los teatros cerraron sus puertas y, en cambio, la telecomunicación creció.
En 2015 acudieron a ver películas 58.8 millones de colombianos, cifra que subió a 64 millones al año siguiente. El desplome se produjo unos meses más tarde. En 2020 sumaron apenas 16.6 millones los que alcanzaron a entrar a cine antes de que las salas echaran candado.
Desde entonces la lucha ha sido extraña y con altibajos. En 2023 se había recuperado buena parte de los espectadores, que ya sumaban lo habitual. Esto es, entre 33 y 59 millones de 2010 a 2015. Pero los 53.8 clientes de 2023 sufrieron una fuerte caída el año pasado: 4 millones se alejaron y otra vez la cifra estuvo por debajo de los 50 millones. Amén de la conspiración tecnológica de las plataformas de streaming (algún día se llamará en español estrimin), las huelgas de Hollywood retrasaron las grandes producciones y los grandes estrenos.
Aunque los exhibidores acudieron a variadas respuestas comerciales, como bajar el precio de las entradas y convertir el servicio de comida caliente a la silla en una detestable costumbre, los números del año pasado revelan que los asistentes bajaron entre un 15 y un 20 %.
Será difícil, de cualquier manera, que el cine de salón se acabe. Nada supera la deliciosa sensación de someterse al mundo mágico de los telones. De todos modos, ni la corriente informática ni los grandes escenarios podrán reemplazar, como diría el Tuerto López, ese cariño que uno le tiene a su teatro viejo.
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