Danie Samper Ospina
En medio de marchas e irrupciones violentas a los medios de comunicación, en algunos sectores cunde el miedo de que el gobierno de Gustavo Petro se transforme en dictadura, pero por lo que a mí respecta me permito hacer un llamado a la calma y pedirles a todos que nos tranquilicemos: calmémonos, por favor. El presidente mismo dijo en el balcón que no le gusta Palacio porque es frío y oscuro, lo cual podría ser un llamado para que el Dapre pague los servicio de energía. Y él mismo aseguró que dejaría el poder. Y si de todos modos quisiera tomárselo a la fuerza, tampoco habría por qué temer porque sucedería cada una de estas cosas:
Anunciaría, en un hilo redactado de forma confusa y aquejado de goteras ortográficas, la medida más importante de su gobierno, según la cual, como las élites no han permitido llevar a cabo las transformaciones que requiere el pueblo (y pretenden continuar en el poder político los mismos con las mismas) él ha decidido, con el respaldo de Julián Bedoya, Armando Benedetti, Euclides Torres, Mario Fernández Alcocer y demás políticos de la nueva generación que lo respaldan, interrumpir parcialmente el Estado social de derecho para dar paso a un Estado Popular que permita efectuar los cambios por los que han votado las ciudadanías dignas y libres. Y también Álex Flórez.
Para darse un aire militar, se enfundaría en la pesada chaqueta de cuero que le regaló Laurita Sarabia en un viaje a Nueva York: una réplica de aviador de la I Guerra Mundial que le costó mil dólares (la séptima parte de sus viáticos) y a la que por poco embolata Marelbys; y con la chamarra puesta, entonces, citaría a la cúpula militar en Palacio a las seis de la tarde en punto para hacerles el anuncio.
Llegaría a la reunión a las diez. Los militares estarían molestos por la espera, pero el presidente les aclararía que él es su jefe supremo y decidiría recomponer la cúpula con ayuda de su esposa, Verónica Alcocer, quien convocaría a dos vecinos del conjunto de Chía e importaría a tres catalanes, a los cuales otorgarían en un mismo decreto la ciudadanía colombiana y el rango de tenientes generales.
Acto seguido, daría la orden de preparar una alocución para todo el país con el fin de informar que, en defensa de la democracia y la libertad, se ha visto en la obligación de suspender la democracia y la libertad y de dictar por decreto los cambios por los cuales votó el pueblo.
Se encerraría un rato en su despacho para divagar. Escribiría un trino contra Bukele, otro contra Dina Boluarte, daría retuit a uno de Gustavo Bolívar. Y convocaría a un consejo de ministros en el cual instruiría a su ministro de Defensa, cuyo nombre pide el favor de que le recuerden, para que prepare a las tropas; ordenaría a su canciller que reinicie cuanto antes la reconstrucción de la Gran Colombia, como en épocas de Bolívar, a quien el propio ministro conoció en sus años mozos.
Los ministros discutirían entre ellos y pedirían la palabra, pero el presidente pospondría la mediación y viajaría a Buenaventura donde se inspiraría ante un auditorio repleto de militantes frente a los que soñaría en voz alta su visión de la Colombia del futuro: un lugar con energías limpias llenas de viento, como su discurso, y de grandes presas, como Aida Merlano. Allá mismo ordenaría construir el doble de pilotes para el tren elevado que conectará Barranquilla con Buenaventura donde levantará una sede semejante a la de Cabo Cañaveral para que Circombia inicie una acometida espacial que expanda el virus de la vida por las estrellas del universo.
A su regreso a Bogotá, en el avión, prepararía de su puño y letra los decretos con que pretendería estrenarse como Jefe Absoluto del Gobierno Popular, a saber: trasladar la capital a la ciudad de Ciénaga de Oro; habilitar a las juntas de acción para que construyan el monumento a la revolución humana en la plaza de cada pueblo; emitir un programa matinal diario que, aunque sea matinal, pueda comenzar tardecito (y a veces no salir al aire); emitir una nueva moneda llamada “el petro”, cuyo valor equivalga a los diez mil billones; imprimir papel moneda cuantas veces sea necesario. Y exonerar de impuestos a quien duerma desnudo.
A su regreso a Palacio, observaría que el gabinete todavía discute en el salón de los gobelinos. El canciller habría regañado tres veces al ministro de Defensa porque no ha parado de repetir la misma canción de Silvio Rodríguez, lo cual desataría una pequeña crisis ministerial que el presidente resolvería destituyendo al canciller por decreto, restituyéndolo en el mismo decreto y pidiendo (tercer punto del decreto) que se pongan alguna canción de Doctor Krapula.
El presidente convocaría entonces a su primer anillo para diseñar la toma definitiva del poder. Su esposa se haría presente, porque le gusta el poder. Álex Flórez se haría presente, porque le gustan las tomas. Susana Boreal mandaría excusa médica. La ministra de Trabajo propondría cerrar los medios que sean incendiarios: es decir, todos salvo RTVC. Irene Vélez propondría pedir a la oposición que decrezca voluntariamente. Y Agmeth Escaf grabaría un tiktok con la primera dama.
El día definitivo, el presidente no aparecería. Nadie sabría por qué. El ministro de Defensa, entonces, ordenaría sacar los tanques a la calle, siempre y cuando le permitan escuchar una vez más La maza sin cantera. Los tanques pisarían el asfalto pero se quedarían sin gasolina. Irene Vélez propondría importarla de Venezuela. Paulino Riascos pediría ser vicepresidente en el nuevo gobierno. Isabel Zuleta quemaría a Paulino Riascos. Gustavo Bolívar haría un reporte en Twitter desde Singapur —a donde viajaría para tomar datos de su próxima novela— y compartiría ideas de la dictadura de allá para instalarlas acá, y a su regreso tomaría posesión de la Alcaldía de Bogotá. El canciller Leyva pelearía con Danilo Rueda porque, dice, le recuerda a Pablo Morillo, un amigo de sus años mozos.
El Presidente Popular, por su parte, reaparecía días después sin ofrecer mayores explicaciones. Citaría al pueblo al balcón, para nerviosismo del editor de RTVC, que buscaría audios de ovaciones. Se encerraría de nuevo en su despacho. Criticaría periodistas vía Twitter. Y al final se largaría a Francia, convencido de que un filósofo progresista en Europa madruga menos que un dictador en el trópico, y dejaría el poder en manos de alguna persona responsable. O quizás de Álex Flórez.