Los Danieles. Petro de La Mancha

Ana Bejarano Ricaurte

Ana Bejarano Ricaurte

El presidente Gustavo Petro se comparó con el Quijote en una intervención ante las Cortes Generales de Madrid en su visita de Estado a España. “De alguna manera me convertí en un Quijote. No cabalgaba. En Colombia es difícil cabalgar”, dijo. Y la verdad no ha ahorrado ningún esfuerzo en ver gigantes en los molinos de viento; en convertir todo en una gesta grandilocuente.

El tour de force empezó el 1º de mayo, con su segundo balconazo, en el cual repitió que sus reformas son el antídoto para todos los males que aquejan al pueblo, pero más específicamente a su electorado. Y que, por ello, si el Congreso no las aprueba, tal y como él las propone, entonces la gente deberá hacerse sentir en las calles. Si fuera cierto que las reformas de Petro recogen enteramente el sentir popular, nada de raro tendría que el pueblo manifestara espontáneamente su apoyo en las calles. 

El problema es que no es evidente que esas leyes condensen la receta perfecta para consolidar la justicia social. Pero incluso si así fuera, ello no desvirtúa el hecho de que es el legislativo el que debe aprobar esos instrumentos. No es mediante la manifestación social, o la revolución de la democracia plebiscitaria, que se lograrán esos cambios. Su elección no lo habilita para arrinconar al Congreso. ¿Y qué tal si el esfuerzo discursivo de Petro se dedicara más bien a develar todos los intereses, lobistas y pedidos nauseabundos de los jefes de los partidos, en lugar de intentar saltarse al Congreso? ¿No sería esa una gesta más útil, más benéfica para la gente?

En el balconazo también lanzó pullas contra la monarquía española y el feudalismo, las cuales sirvieron de excusa perfecta a los neofascistas de Vox para protestar ausentándose de su discurso ante el Parlamento Español. Cuando la prensa le preguntó qué quería decir con esas expresiones, explicó, sin ahorrarse detalles, el sistema feudal en Europa y en América desde hace trescientos años.

Pero la diatriba arreció hacía el final de su visita, cuando decidió convertir al molino de viento más ajado en un gigante temible y poderoso: el fiscal Francisco Barbosa. Petro se ha encargado de reivindicar la voz de Barbosa, de darle juego político, de volverlo un adversario merecedor de la atención de la opinión pública. Lo que hubiese podido ser un justo llamado a que la Fiscalía desista de su inacción que encubre tantos crímenes contra los derechos humanos en Colombia, se convirtió en una lección de derecho constitucional al revés. Le enrostró, sin razón alguna, que el presidente es el jefe del fiscal, cuando hubiese podido simplemente recordarle la nefasta gestión que ha desempeñado. 

Le permitió a Barbosa, y al rincón de la opinión pública que le teme, engrosar el cuento de que tiene ínfulas y deseos dictatoriales; que desatenderá y desmontará el Estado de derecho; que no guarda ningún respeto por las otras ramas del poder público, pues al Congreso quiere mandarle la gente y a la Fiscalía ponerla a acatar sus órdenes. Y no importa si aquello es cierto o no, si por ahora solamente es discurso, si después intenta marear con explicaciones, porque lo cierto es que alimenta a ese sector con lo que pide a gritos: miedo e incertidumbre. 

Y, claro, es verdad que el solo mandato de Petro genera antagonismos indelebles, que su presencia es el símbolo de una Colombia que muchos repudian. El problema es que está creciendo a sus enemigos, permitiéndoles reivindicarse y posar de demócratas: a Duque quien mancilló la división de poderes cooptando los organismos de control; a Barbosa, que ha ejercido una de las peores gestiones en la historia de la Fiscalía; a la clase política corrupta; a los enceguecidos de las redes sociales que repiten mantras como monos de circo. Cuán fácil está poniendo la tarea. 

Hasta el cambio de gabinete parecería ser una purga de los Sanchos que osaron intentar convencerlo de desistir de cualquiera de sus cruzadas:

 “—¿Qué gigantes? —dijo Sancho Panza.
—Aquellos que allí ves —respondió su amo—, de los brazos largos, que los suelen tener algunos de casi dos leguas.
—Mire vuestra merced —respondió Sancho— que aquellos que allí se parecen no son gigantes, sino molinos de viento, y lo que en ellos parecen brazos son las aspas, que, volteadas del viento, hacen andar la piedra del molino.
—Bien parece —respondió don Quijote— que no estás cursado en esto de las aventuras: ellos son gigantes; y si tienes miedo quítate de ahí, y ponte en oración en el espacio que yo voy a entrar con ellos en fiera y desigual batalla”.
 

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