Enrique Santos Calderón
Los quince mil asistentes a la COP16 en Cali han debido sorprenderse de que en medio de esta magna cumbre mundial sobre defensa de la biodiversidad, en uno de los países más biodiversos del mundo, miles de campesinos y mineros se lancen a un paro contra las medidas del Gobierno para preservar los páramos. Alegan que se atenta contra su forma de vida y derecho al trabajo.
No es fácil la tarea de gobernar, como lo demuestra este dilema. El decreto que delimita actividades agrícolas y mineras alrededor de estas invaluables fuentes de agua no fue por lo visto consultado con los afectados, lo que revela improvisación y precipitud. Pero pese a la justeza que tengan los reclamos de los que protestan (y presionan con los cada vez más intolerables bloqueos de vías), un presidente que no cesa de proclamar que la humanidad peligra por el calentamiento global y la falta de agua mal puede transigir en la protección de los páramos de su país.
Aquí se trata de un conflicto social —que no armado— con arraigadas comunidades mineras y campesinas descontentas con los incumplimientos del Estado en general y del Gobierno en particular. Hay que ver cómo lo maneja Petro y confiar en que llegue a acuerdos que impidan que estos bloqueos, que perjudican a millones de colombianos, se conviertan en otro duro golpe a la economía nacional.
Pero no debe echar marcha atrás. Le toca ser consecuente con la defensa del medio ambiente y la biodiversidad, que más allá de su tono apocalíptico ha constituido lo más acertado de la retórica presidencial. El dilema clásico entre desarrollo económico y conservación del medio ambiente tiene connotaciones especiales en un país donde grandes recursos naturales están controlados por grupos armados que el Estado no domina.
“Paz con la naturaleza”, el lema de la COP16, no es prioridad para quienes envenenan ríos para sacar oro y tumban selva para sembrar coca. Por lo general colombianos humildes, campesinos sin tierra, familias desplazadas que buscan sustento, pero todos cada vez más determinados por mafias ilegales.
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Mas allá del bla bla bla y del eterno catálogo de buenos propósitos que acompañan a estas conferencias, hay que entender que el tema es serio e inmediato. La pérdida de biodiversidad no es algo abstracto sino una amenaza real y directa que no se puede combatir con planes gaseosos. Así lo recalcó en estos días el embajador de Finlandia, quien instó al Gobierno a acelerar la transición energética porque todos los proyectos que hay son pequeños ante la dimensión del problema. Los países nórdicos son los que han enfrentado el desafío con más seriedad y presupuesto, a diferencia de grandes contaminadores y consumidores de materias primas, como China y Estados Unidos, que están en mora de meterle más billete a sus predicas naturalistas.
El tema es universal y cada vez más urgente, pero siguen faltando sanciones de veras eficaces contra los delitos ambientales. ¿Cómo controlar la llamada “piratería biogenética”, por ejemplo, o la apropiación y patentización de riquezas naturales de los países en desarrollo por parte de los grandes consorcios farmacéuticos? ¿Es realista esperar que nos vayan a compensar por los beneficios médicos encontrados en las ranitas venenosas del Chocó?
Salvo Basile contaba en reciente columna en El Tiempo que un norteamericano es el dueño de una medicina ancestral indígena; que un japones posee la exclusiva del nombre de un fruto usado en Brasil durante milenios y que un italiano patentó una vacuna que le aplicaron miembros de una tribu amazónica. Lo que más indigna a este napolitano colombianizado es que unos canadienses hayan patentado la denominación del queso “parmigiano reggiano”, que los italianos ya no pueden usar.
Ejemplos de paradojas e inequidades de un orden económico internacional que no facilita que haya “paz con la naturaleza”.
Reconforta, sí, que exista creciente conciencia sobre el problema, como lo indica la COP16. Pero con tanta desigualdad entre pueblos y países, la meta de un equilibrio ecológico global —o local— es aún ilusoria. Lo que me recuerda, en otra dimensión, a Jean Paul Sartre cuando decía que no habrá paz en la Tierra mientras haya un solo niño que muera de hambre.
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Lamentable que el popular bar al aire libre Café del Mar de Cartagena haya sido desalojado de la muralla por decisión del Tribunal Administrativo de Bolívar dizque por “vulnerar los derechos al goce colectivo”. Era un sitio ya emblemático que no perjudicaba ni degradaba a la muralla, sino más bien la enaltecía. El tipo de lugares que necesita un país que aspira a ser potencia turística y al que acudían extranjeros y nacionales para tomarse una cerveza y contemplar la belleza de un atardecer caribeño.
Fui infinidad de veces a Café del Mar en los últimos veinte años y nunca fue “un símbolo de exclusividad” como sugiere el Tribunal.
Cualquiera disfruta del paisaje y si quiere tomar algo pues lo paga. Si se trata de que no tributaba el arriendo justo al Distrito pues que se lo tripliquen o quintupliquen, pero el desalojo total fue excesivo y absurdo. “Dura lex, sed lex” dicen los juristas defensores de la medida. En ese caso se les fue la mano.
P.S.1: El padre Francisco de Roux no tiene que defenderse de los rebuscados cargos que le endilgan. A él lo defienden su vida, su trayectoria y su integridad a toda prueba. He conocido pocas personas tan dedicadas a ayudar al prójimo y a trabajar por la paz como este colombiano ejemplar. Ya quisiera la Iglesia tener más sacerdotes como él.
P.S.2: La elección presidencial en EE.UU. promete ser una de las más reñidas de su historia. Y una de las más significativas, por el contraste de personalidades de los dos candidatos y de lo que cada cual representa. Aquí no se puede decir “que entre el diablo y escoja” porque ya sabemos de qué lado está el demonio.