Daniel Samper Pizano
A fines del siglo pasado, exactamente en 1994, tuve conciencia de que los computadores habían llegado para quedarse. Supe también que la nueva tecnología me costaba infinito trabajo, así que contraté un informático para que me guiara. El hombre se llamaba Markantonhy, pero pedía que le dijeran Yoni. Debía de tener unos veinticinco años y cobraba por hora lo que un parlamentario percibe hoy por semana.
Yoni me felicitó por mi decisión de entrar al mundo del futuro, donde todo sería más rápido, más barato y más duradero. “Y sobre todo —dijo— más fácil, cosa que agradecerán los abuelitos”. Yo acababa de cumplir cuarenta y nueve y me consideraba un tipo maduro, seguro y atractivo. En ese momento presentí que no solo ingresaba al mundo del futuro sino que la revolución digital nos deparaba una inminente y humillante vejez.
La primera lección de Yoni fue la creación de una clave. Buscó un restaurante cualquiera en internet, pinchó Entrar y apareció en la pantalla el consabido recuadro: ESCRIBA SU CONTRASEÑA. Miré a Yoni. “Dale —me dijo—. Escribe cualquier palabra sencilla, que puedas recordar sin problemas”. Él me trataba de tú y yo, como buen bogotano, de usted. Me aconsejó que desechara términos obvios, como mi propio nombre, el de mi equipo de fútbol o el de mi ciudad natal. Ahí sufrí mi primer bloqueo cibernético y me quedé pasmado, sin que se me ocurriera la tal palabra sencilla.
Yoni me ayudó: “A ver, abue, escribe caballo”. Lo de abue lo dejé pasar porque no podía perder un tiempo tan costoso en discusiones semánticas. Normalmente lo habría mandado al carajo y no lo habría vuelto a contratar.
Caballos, en plural, tecleé obediente. La ese final era mi aporte creativo. De inmediato, el computador chispeó una respuesta en la pantalla: FAVOR UTILIZAR SOLO SIETE ESPACIOS. Era evidente que el cerebro electrónico del restaurante consideraba a la elle como dos letras. Vainas del made in Japan. Intenté ilustrar a Yoni acerca del problema de los dígrafos en español y los dolores de cabeza que proporciona la CH a los diccionarios, pero le interesó poco.
— Quita la ese, abue —me indicó.
Terco y rebelde como era yo entonces, no quité la ese; preferí sacrificar una de las eles gemelas. Cabalos, escribí. Respondió la máquina: TU CONTRASEÑA DEBE CONTENER AL MENOS DOS MAYÚSCULAS. El bicho electrónico también me tuteaba. Puse CaBalos y Yoni aportó una K dizque para “engañar a los ciberpiratas”. Quedó KaBalos. Siete letras. Yoni hundió el boton de enviar y advirtió que de otro modo el material permanecería en el computador sin emitir. “Haz de cuenta un avión que está en la cabecera de la pista pero no ha recibido el permiso de despegar”. Y agregó: “abue”.
Hundí la tecla. El avión no despegó: CONTRASEÑA INSUFICIENTE. FAVOR AÑADIR UN NÚMERO. Yoni espichó dos veces el botón del tres y explicó, en impresionante desborde de cultura general:
— Es fácil recordarlo, abue: esa es la edad en que ahorcaron a Jesucristo.
KaBalos33. El artefacto, ateo, rechazó una vez más la clave: PARA MAYOR SEGURIDAD, INTERCALA UN SIGNO. Yoni, mosqueado por la resistencia del aparato, señaló una tecla donde figuraba la versión diminuta del trique que jugábamos en el colegio. KaBa#lo33. ACEPTADA. Yoni había triunfado en apenas veintisiete minutos. De su victoria emanaron no pocos consejos: “Como ves, abue, es solo cuestión de paciencia, perseverancia, inteligencia y práctica”.
—Y tiempo —añadí—. Antes, uno llamaba por teléfono, saludaba a una afable camarera, le daba su nombre y la hora en que requería la mesa, y medio minuto después ya estaba inscrito en el libro de reservaciones.
Yoni no se daba por vencido.
—¿Y la seguridad, abue? ¿No ves que con nuestra cibermaniobra nadie podrá hacerse pasar por ti y reservar la mesa?
—Si hay algún tarado que se meta en semejante lío en vez de hacer una llamada o acudir en persona al lugar, no merece que le den la mesa.
—En la próxima lección —dijo— te enseñaré a crear un documento para que almacenes tus contraseñas sin riesgos.
—Permítame peguntarle, Yoni, ¿dónde guardaré la contraseña de ese documento?
—En alguna libreta, abuelo —respondió desesperado—. En alguna libretica, como se hacía a la antigua.
* * *
Así, a tropezones, ingresé al laberinto cibernético, que prometía ser rápido, barato y duradero. En realidad, lo que logra la súbita transformación tecnológica es marginar a quienes dedicaron su vida a mejorar la cultura milenaria de los antepasados. De pronto, todo lo que uno sabía parece inútil y las habilidades que adquirió con el correr de los años o heredó con el paso de los siglos inspiran el desprecio de todos los Yonis.
La hazaña de la contraseña palidece al lado de los retos que enfrentamos quienes no crecimos jugando con consolas, i-Phones ni Apps. Pagar cuentas, comprar tiquetes, realizar diligencias bancarias, cancelar impuestos y servicios, gestionar documentos e incluso pedir un taxi son viacrucis exasperantes.
Cuando estalló la pandemia, se decretó reclusión general, salvo para los perros y sus amos jóvenes. Los ciudadanos de la tercera edad teníamos que permanecer en casa. Escribí entonces en Los Danieles una columna (Jaula de abuelos), que inyectó a los veteranos deseos de luchar y exigir respeto.
El abismo entre los yonis y los abues es ahora más ancho. Me propongo relatar de vez en cuando en este espacio algunas experiencias discriminatorias que padecemos los adultos mayores. Entretanto, elevo como himno de lucha generacional una guaracha del cubano Pedro Luis Ferrer titulada La vaquita Pijirigua (en Cuba, ridícula, despreciable… ).
La versión que yo me sé dice así:
En una conversación
entre vacas y terneras
sobre modernas maneras
de hacer la inseminación,
dijo con indignación
la vaquita Pijirigua:
“No salgo de esta manigua
ni aunque me cubran de oro.
A mí que me den el toro,
que a mí me gusta a la antigua”.