Daniel Samper Pizano
Ambos, paquistaníes; ambos, padres de familia; ambos, emigrantes. Abdul Jabbar, de 39 años, y Shahzada Dawood, de 48, compartían un sueño: el mar. El panadero Abdul sabía que una enorme masa acuática separa a su país de Europa, esa tierra prometida donde aspiraba a encontrar trabajo para aliviar la pobreza de su familia y rebuscar un mejor porvenir. Atravesar el Mediterráneo, superar la barrera oceánica y unirse a la legión de inmigrantes que se asientan cada año en Europa equivalía a una nueva vida.
Shahzada, hombre de negocios multimillonario, también tenía la imagen del mar clavada en la frente, pero no para atravesarlo sino para penetrarlo. Quería explorar sus aguas oscuras y profundas, esas arenas silenciosas donde yace el más majestuoso buque de su tiempo, el Titanic, desde aquel 15 de abril de 1912 cuando zozobró con 1.500 pasajeros a bordo. Desde niño, Dawood había escuchado la historia del arrogante coloso que en su periplo inaugural se fue a pique al chocar contra un témpano de hielo en el Atlántico norte. Ahora podría visitarlo.
El momento ideal para ambos era el verano de 2023, la estación en que resultan más fáciles y menos inseguras las travesías. Para descender a las comarcas abisales con su hijo Suleman, de 19 años, Shahzada adelantó medio millón de dólares.
Los Dawood.
Abdul, para cabalgar las olas, pagó a los piratas de la clandestinidad 77 dólares. El 9, viernes, se hizo a la mar desde un escondido puerto libio. Apretujado con otros 800 soñadores enfiló hacia Europa a bordo de un inestable buque pesquero. Abdul solo conocía a algunos de sus 25 paisanos de Khuiratta, una región montañosa y pobre.
Exactamente una semana después partió de San Juan de Terranova, Canadá, una embarcación que remolcaba el más moderno sumergible concebido por la ciencia, el Titán, ominoso nombre si consideramos lugar y circunstancias. Supuestamente hermético, fabricado en titanio y fibra de carbón, medía lo que una volqueta y pesaba lo que quince vacas. Era el único ingenio capaz de descolgarse casi cuatro kilómetros mar abajo con los Dawood y tres sabios en profundidades marinas: el capitán Hamish Harding, de 58 años, legendario magnate de aires y aguas; el historiador francés Paul-Henri Nargeolet, de 77, apodado Mister Titanic; y Stockton Rush, de 61, fundador de OceanGate, la empresa especializada en viajes científicos y comerciales al fondo del mar. En lo posible, de ida y vuelta.
Desde 1985, cuando una comisión científica localizó y fotografió los restos del portentoso buque hundido, se han multiplicado las inmersiones que 73 años antes realizó lentamente el Titanic con su carga de máquinas, comida, muebles, cuadros, vajillas, ropa, micas de porcelana y cientos de ahogados. Queda poco. El tiempo y las bacterias se han comido buena parte del tesoro. Los saqueos han hecho el resto. Bien lo saben decenas de oceanólogos, ingenieros navales, marineros estudiosos y camarógrafos que descendieron los 3.800 metros. También impertinentes y osados multimillonarios. Como Shahzada.
Los indocumentados del pesquero y los pilotos del sumergible más avanzado de la historia sabían que su aventura estaba rodeada de amenazas. Entre 2014 y 2021 el Mediterráneo se tragó a 23.150 inmigrantes sin papeles. Los coyotes de mar a menudo los lanzan al agua lejos de la costa. No han valido los comunicados de las autoridades europeas, las amenazas de los gobernantes autoritarios ni las plegarias y regaños del papa. Entre la certeza del hambre en casa y la apuesta por una vida menos miserable, miles escogen esta última. Casi todos son de piel oscura, sin bienes ni porvenir. Los viajeros de la aldea de Abdul hicieron colectas o gastaron sus ahorros para comprar un tiquete hacia el norte. La mayoría dejaron mujer e hijos con la promesa de llevarlos un día a algún paraíso esquivo.
En cuanto al Titán, ahora, cuando ya es tarde, se conocen múltiples alarmas y advertencias sobre los peligros que ofrecía el costoso aparato.
En el gran cementerio salado, unos mueren por ricos y otros mueren por pobres. La ilusión de Abdul y la marejada humana que desestabilizó la barcaza empezaron a naufragar el martes 13 al mediodía, cuando el motor se detuvo. Por la noche era evidente que no iba a arrancar más, y aún estaban a horas del continente. Al parecer, los barcos de la armada griega en vez de ayudarles huyeron del problema. A las 2:06 a. m. del viernes el buque zozobró. Pocos de los 800 pasajeros sabían nadar. Casi ninguno llevaba chaleco salvavidas. Varias embarcaciones comerciales, atendiendo las leyes del mar, acudieron al rescate. Auxiliaron a 104 indocumentados y recogieron 82 cadáveres. De los demás nada se sabe. Entre los desaparecidos figuran Abdul y otros 22 oriundos de Khuiratta.
El domingo 18 a las 4 a. m., mientras algunas ONG seguían buscando ahogados en los mares de Ulises, empezó a sumergirse en un punto entre la costa atlántica norteamericana y las islas británicas el Titán con sus adinerados inquilinos. A las 5:45 a. m. se perdió todo contacto con él. La inquietud en tierra ya no era solo la comunicación con el capitán sino la limitada despensa de oxígeno respirable que almacenaba la nave. Una legión de aviones, buques, drones, radares submarinos y equipos sofisticados se empeñó en detectar la diminuta almeja en la inmensidad atlántica.
El jueves 22 se supo que la insoportable presión suboceánica había reventado la cápsula, quizás desde el primer día. De ella y sus ocupantes solo aparecieron unos pocos hierros cerca a la chatarra carcomida del Titanic.
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En el fondo del mar, rodeados de arenillas grises que alguna vez fueron cadáveres —cadáveres milenarios, cadáveres centenarios, cadáveres de 1912 y de todas las épocas, cadáveres de la semana pasada, cadáveres de esta—, los restos de Abdul Jabbar y Shahzada Dawood son ya peregrinos de la única tierra prometida que con seguridad conquistaremos: la muerte.