Los Danieles. La muerte próspera

Daniel Samper Pizano

Daniel Samper Pizano

Para los pensadores la muerte es un interrogante filosófico; para los poetas, un remolino emocional; para los religiosos, un puente al más allá; para los científicos, un desafío; para el capitalismo, un próspero negocio.

En 1963 la escritora británica Jessica Mitford denunció en Muerte a la americana el lucro que se esconde tras las lágrimas. Tres décadas después, el norteamericano Thomas Lynch explicó su doble condición de poeta y empresario de pompas fúnebres en el delicioso libro El enterrador. El tema se encrespa cada vez más. Las plataformas (Netflix, Prime, HBO) acogen ahora numerosas series, películas y documentales sobre tan peculiar actividad.

He estado en contacto reciente con personas que padecieron, además de la muerte de un ser querido, los inmisericordes papeleos, las deleznables intromisiones informáticas y las trampas de la industria funeral. Transcribo enseguida las versiones de dos víctimas: una hija que enterró a su mamá y una abuela que sepultó a su nieto.

Relato de la hija de Rosa

Mi mamá, Rosa (nombre supuesto), falleció ya nonagenaria a fines del último diciembre en Bogotá. Sabíamos que enterrarla iba a ser doloroso, pero no imaginamos la pesadilla burocrática que nos esperaba.

Tan pronto como murió contactamos a una empresa de servicios médicos domiciliarios para obtener el certificado de defunción. Pero la página donde debíamos cargar el registro estaba caída y tocó esperar a que funcionara de nuevo pues no podían llevar el cuerpo a la funeraria sin el certificado.

Mientras tanto, iniciamos los trámites de la velación y del entierro. Mi padre, q.e.p.d., había adquirido un lote en un cementerio-jardín hace casi cuarenta años. Encontramos los documentos de la compra, pero nos exigeron una declaración extrajudicial para hacerlos efectivos. Los seis hermanos tuvimos que firmar de afán bajo juramento una autorización, como herederos de mi papá, para sepultar en ese espacio a mi mamá. Era sábado y las notarías cierran a la una de la tarde. Afortunadamente, todos habíamos llegado lo logramos, aunque con margen de pocos minutos. 

La página para cargar el certificado tardó largo tiempo en reiniciarse, por lo que solo trasladaron el cuerpo de mi mamá a las cinco de la tarde. Permaneció más de diez horas en la misma cama donde había fallecido. 

Al día siguiente, temprano, acudimos a acompañar el féretro y organizar la misa y el sepelio. El cajón llevaba un buen tiempo expuesto cuando nos avisó la empresa de sepelios, siempre antipática y desconsiderada, que se aplazaba el funeral porque faltaba la licencia de inhumación, sin la cual no podía salir el ataúd del edificio. El problema, dijeron, era que el sistema no leía la cédula de mi mamá, “por ser muy antigua”. Alegamos que no eran culpa de Rosa su longevidad ni la incapacidad del sistema y, tras un prolongado alegato, alguien de la funeraria, presionado por los deudos, autorizó la salida del cajón hacia la iglesia vecina.

Aún faltaba la misa. Había que pagar de antemano la música del templo. Mi hija, que ha interpretado óperas, quería cantar en los funerales de su abuelita, pero la rechazaron porque solo sus músicos estaban autorizados para ello. Ante nuestra insistencia, le concedieron una especie de audición para que el maestro decidiera. El maestro le impartió el visto bueno, pero la administración volvió a vetarla. Todo sucedía a las carreras. Finalmente, ya en plena ceremonia, una funcionaria indicó a mi hija que cantara, pero solo durante un minuto y medio. 

Al salir de la iglesia, mientras cargábamos con apuro el ataúd de Rosa hacia el carro fúnebre, unas personas enlutadas esperaban bajo el sol. Eran las del entierro siguiente, con su correspondiente cajón y su muerto. 

Llegamos por fin al cementerio. No era la imagen digna de un camposanto: al lado del hoyo excavado resoplaba un buldócer y se alzaba una montaña de tierra. Un cura rezó un par de oraciones a toda velocidad y leyó mal el apellido de mi mamá. Enseguida descolgaron sin mayor ceremonial el ataúd en el hoyo y la máquina se dedicó a arrojarle tierra encima. Todo se hizo con brusquedad y con afán. Seguramente esperaban al próximo cliente. 

Nos fuimos tristes e indignados. 

Relato de la abuela de James

Nosotros somos de un pueblo del oriente de Cundinamarca, pero James (nombre supuesto), mi nieto de siete años, murió en noviembre en un hospital de Bogotá después de luchar durante meses contra el cáncer. Pensamos que un seguro funeral comprado hace años nos iba a proteger. Sin embargo, mientras llorábamos al niño nos tocó enfrentar un montón de trabas y pagar mucha plata adicional.

Duramos horas haciendo colas para que en el hospital firmaran la boleta de salida, el registro de defunción y el certificado médico. Luego nos tocó pagar taxi expreso para viajar al pueblo a traerle a James su mejor ropa, porque la funeraria dijo que el niño tenía que irse arreglado desde la oficina de la empresa en Bogotá. 

Allí nos llevaron a la sala de cofres y nos obsequiaron el tinto más caro del mundo, pues resulta que el cajón que cubría el seguro era de madera rústica y sin manijas ni tela interior. Adoloridos de que mi nieto se fuera en un ataúd tan ordinario, mi marido sacó 700 mil pesos adicionales para uno mejorcito. Nos mostraron el que llaman Presidencial, con vidrio para ver al difunto, que valía más de tres millones.

Esa noche logramos trasladar el finado al pueblo en una camioneta negra que llamaban carroza y lo velamos en un salón comunal. Somos pobres, pero siempre hay alguien más pobre que uno: a una niña de dos meses que acababa de morir y cuya familia no tenía para pagar la sala le abrimos un campito. Los dos muerticos compartieron velorio. Luego llevamos el cofre de James en andas a la misa y el cementerio. 

La parroquia cobró cerca de un millón y los músicos otros ochenta mil. El entierro costó al final más de cinco millones.

James adoraba a los superhéroes y para acompañar el desfile mortuorio le compramos dos globos con las imágenes del Hombre Araña y el Capitán América. Por el helio para inflarlos nos sacaron cuarenta mil pesos. Y seis mil por cada cartel de invitación. Quedamos con la sensación de que en esos momentos de dolor todos se aprovechan de uno. 

Epílogo para la hija de Rosa y la abuela de James.

Jesucristo advirtió a los ricos que su fortuna no entraría en el Reino de los Cielos. Pero no autorizó nunca a las funerarias para que actuaran como aduana. 

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Directores Orlando Cadavid Correa (Q.E.P.D.) y William Giraldo Ceballos. Exprese sus opiniones o comentarios a través del correo: [email protected]