Daniel Samper Pizano
Hace nueve décadas Leticia no pasaba de ser un lejano claro de jungla donde confluían los intereses de tres países: Brasil, Perú y Colombia. El río Amazonas, ancho como un mar, constituía prácticamente el único acceso al puerto que, caliente e inhóspito, vivía de las mercancías primitivas de la selva: caucho, quina, madera, animales, pieles, pesca… Aunque su nombre significa alegría, Leticia era caserío de indios tristes y caucheros explotadores. Había pertenecido al Perú —bueno: más o menos— desde su fundación en 1867 hasta un tratado internacional que en 1922 reconoció la soberanía colombiana sobre la localidad.
Pero los soldados peruanos no creían en tratados, y diez años más tarde, apoyados por medio centenar de ciudadanos, se apoderaron de la villa, amarraron a los dieciocho policías de frontera y los deportaron a Brasil.
Así comenzó la famosa guerra contra el Perú.
(Parecería que ocurrió hace mucho tiempo, pero todavía viven miles de colombianos nacidos antes del enfrentamiento armado. Para no ir muy lejos, proceden de aquel año 32 el escritor Plinio Mendoza y tres de nuestros más vigorosos y creativos artistas plásticos: Fernando Botero, Olga de Amaral y Beatriz González. Mientras los cañones retumbaban en el Amazonas, corrían por los prados y acudían a las primeras aulas escolares la poeta Maruja Vieira, el historiador Vicente Pérez Silva, el cinematografista Francisco Norden, la dibujante Consuelo Lago y el músico Rafael Campo Miranda. Todos ellos, y muchos más que se me escapan, siguen vivos y activos… y que así sea durante muchos calendarios más).
No son tan antiguos, pues, los sucesos bélicos que hace noventa y un años trastornaron la lejana selva el 1º. de septiembre de 1932,. Esa mañana se presentaron en Leticia diez mil combatientes peruanos enviados por el vecino dictador militar, Luis Miguel Sánchez Cerro, con la misión de expulsar a los legítimos pobladores. La guerra duró algo más de ocho meses, al término de los cuales los dos gobiernos llegaron a un acuerdo y las armas descansaron. Como suele ocurrir, Colombia fue vencedor moral y jurídico, pero su territorio se achicó de manera escandalosa. En 1920 el mapa del sur mostraba una tupida barba verde tipo hipster bajo la nariz oriental del Guainía. Tras el supuesto triunfo, aquella masa esmeralda se redujo al cómico bigotico llamado “trapecio amazónico”: una tímida pezuña que se moja en el colosal torrente.
Algo ganamos en amor patrio… si eso es ganar. Nuestros soldados mostraron su valor, los primitivos pilotos civiles se unieron a los pocos aviadores militares contra el enemigo, los ciudadanos donaron sus joyas para sostener la guerra y los juristas de Bogotá aplastaron a los de Lima citando máximas latinas y cláusulas de códigos, mientras los escolares colombianos cantaban himnos a su bandera y denuestos contra los pérfidos incas.
Uno de esos niños tenía a la sazón cinco años y se llamaba Gabriel José García Márquez. Muchos lustros después, frente a una novela de su colega Mario Vargas Llosa, una epifanía literaria inundó a Gabo. Se trataba de una idea que plasmó en carta a MVLl el 20 de marzo de 1967. Copio:
En la escuela nos enseñaron a romper filas con un grito: “¡Viva Colombia, abajo el Perú!”. La mayoría de las tropas colombianas que mandaron a la frontera se perdieron en la selva. Los ejércitos enemigos no se encontraron nunca. Unos refugiados de la Primera Guerra Mundial que fundaron Avianca se pusieron al servicio del gobierno y se fueron a la guerra con sus aviones de papel de aluminio. Uno de ellos cayó en plena selva y las tambochas le comieron las piernas: yo lo conocí más tarde, llevando sus condecoraciones en silla de ruedas. Los aviadores alemanes al servicio de Colombia bombardearon con cocos una procesión del Corpus Christi en una aldea fronteriza del Perú. Un militar colombiano cayó herido en una escaramuza y aquello fue como una lotería para el gobierno: llevaron al herido por todo el país, como una prueba de la crueldad de Sánchez Cerro, y tanto lo llevaron y trajeron que al pobre hombre, herido en un tobillo, se le gangrenó la pierna y murió. Tengo dos mil anécdotas como esta. Si tú investigas la historia del lado del Perú y yo la investigo del lado de Colombia, te aseguro que escribimos el libro más delirante, increíble y aparatoso que se pueda concebir.
A Mario, asegura Gabo, le atrajo la idea. Pero no tanto como a él mismo, que vislumbraba la magia de un Macondo amazónico. García Márquez insistió con nuevos anzuelos: “La posibilidad de dinamitar la patriotería convencional es sencillamente histórica”. Además de la importancia política de la aventura, ella entrañaba deliciosas peripecias, como un fracasado intento colombiano de reventar la guerra desde el aire mediante un sesquiplano que nunca llegó a elevarse más de diez metros y terminó dedicado a “hace giras turísticas a ras de agua en la bahía de Tumaco”. Para rematar, Gabo reveló que no solo contaba con el portentoso material sino también con el secreto de la receta: “Hay que tratarlo con la tranquila objetividad de un reportaje, con recursos y técnicas puramente periodísticos, y con una seriedad y una abundancia de datos que dejen a los mojigatos clavados en la pared”.
Pasado un tiempo, Aracataca atacó de nuevo.
Convencido de que era indispensable vincular “un cómplice peruano” al proyecto, García Márquez planteó a Vargas Llosa desenterrar viejos papeles de los archivos de ambos países y formuló suna recomendación perentoria: guardar el secreto y luego sí “soltar el cañonazo”.
No hay cartas de MVLL al respecto. Todo indica que la propuesta no lo sedujo pero el tema bélico le quedó sonando, pues en 1981 publicó La guerra del fin del mundo, novela de 928 páginas sobre un episodio histórico-religioso ocurrido en Brasil.
Gabo esperó otros dos meses, y el 12 de mayo de 1967 invitó de nuevo a su colega a reunirse y elaborar “un plan narrativo general”. No consta que el destinatario hubiera aceptado. Ni siquiera respondido.
Dieciocho días después estalló la bomba: con estrepitoso éxito instantáneo y universal se publicó Cien años de soledad. Gabo subió a los cielos literarios en cuerpo y alma, a la manera de Remedios la Bella, y Vargas Llosa recibió la obra de su amigo como el máximo suceso del llamado Boom: la arrasadora presencia en las letras mundiales de un grupo de grandes escritores latinoamericanos.
Los Buendía enterraron para siempre el tema de la guerra amazónica. Sin embargo, la batalla entre Colombia y el Perú afloró de nuevo con ribetes extraños e inesperados. Pasado un tiempo en que anduvieron por rutas distintas, Gabo y Vargas Llosa volvieron a verse en Ciudad de México a principios de 1976. Asistían, con un grupo de amigos, al estreno de una película y aconteció lo impensable. GGM abrió los brazos para saludar al querido cuate y este le aplicó un puñetazo que le enlutó el ojo izquierdo durante semanas.
Nunca más se dirigieron la palabra. Nunca más se vieron. Nadie sabe aún qué ocurrió entre los dos grandes amigos. Se habla de celos profesionales, de diferencias políticas, de infidelidades y sospechas. ¡Quién sabe! Durante treinta y ocho años se produjeron reiterados intentos de reconciliación, pero todos fracasaron. Libros se publicaron, artículos especulativos salieron e hipótesis se barajaron. El misterio continúa.
Esa tarde del 12 de febrero se libró a trompada limpia la última batalla de la contienda entre vecinos y hermanos. Era el final de la guerra del Boom.