No hay que confundir el pueblo de Israel con
el gobierno de Israel, ni el pueblo palestino
con los terroristas palestinos
Sabiduría popular
Daniel Samper Pizano
A lo largo de los siglos y a lo ancho del mundo las guerras han dejado una estela de testimonios para que la historia no olvide sus hazañas bélicas. Estatuas, monumentos, obeliscos, óleos, libros, fotografías, películas, sinfonías, museos, son la memoria de los grandes guerreros, las armas, las conquistas, las batallas.
Menos homenajes reciben, en cambio, miles de millones de despojos que produjeron las luchas entre pueblos y caudillos. Con la actual conflagración en el Oriente Medio asistimos quizás por primera vez a una guerra enfocada desde el ángulo de los que mueren, los que caen, los que intentan huir, los que sufren. Es la guerra de las víctimas.
En esta ocasión la narración incesante de los enfrentamientos no corre a cargo de los hombres armados que los libran, los gobernantes que recogen sus frutos, ni los historiadores o los cronistas que fungen de notarios, sino los seres anónimos que los padecen. Desde hace tres semanas su espectro nos acompaña constantemente en las redes, las plataformas, la televisión, la prensa. Son niños, mujeres, hombres, jóvenes y viejos muertos, heridos o perseguidos.
Aparecen, casi siempre llorando hacinados o pidiendo ayuda, en escenarios ruinosos. Menores de edad bajo los escombros de un edificio, hombres que se desangran en brazos de otros, mujeres embarazadas, cadáveres de chicos que acudían a un concierto y acabaron muertos en un descampado, enfermos que temen con pánico que corten la luz al hospital, padres de familia asesinados en la puerta de un kibutz, rehenes dispuestos a repetir cualquier consigna con tal de que no los maten. Ninguno de ellos cargaba ametralladora ni casco de combate. Todos eran ciudadanos inocentes, marginales, como esos otros millones que, alrededor del mundo, los vemos penar desde nuestras casas.
Si gracias a la televisión entraron en los hogares las imágenes de los soldados combatientes en Vietnam, el actual choque entre el terrorismo de Hamás y la prepotencia ilegal e inmisericorde del ejército israelí lleva a todas partes las escenas que viven las víctimas. Utilizando celulares con cámaras y grabadoras incorporadas, los propios damnificados nos informan, a veces con ayuda de reporteros, de su tragedia y cuanto la rodea. Las víctimas muestran a las víctimas. Las redes difunden su relato. Descontada la propaganda procedente de todos lados, que intenta penetrar cualquier mensaje, los que despachan los ciudadanos son lo menos contaminado que podremos encontrar.
Así, en vivo y directo, el mundo está en contacto permanente con el dolor humano, la sangre, los cuerpos envueltos en sudarios improvisados, los médicos sin recursos clínicos, las llamaradas, las casas y edificios derruidos, el cráter del misil que acaba de caer, el estruendo de las bombas y, como una letanía, el llanto de los abandonados o los que han perdido a sus semejantes. Los amos de la guerra podrán restringir las informaciones, prohibir la presencia de periodistas y emitir comunicados mentirosos, como lo han hecho siempre. Pero en esta oportunidad las víctimas se encargan de contar de manera entrecortada y en tiempo real las vicisitudes que experimentan.
Esta es la realidad. Esto no es Hollywood, encargada de recrear entechnicolor las guerras finiquitadas. Tampoco son cifras heladas e impávidas: los 80 millones de muertos de la Segunda Guerra Mundial; los 20 millones de rusos que perecieron luchando contra Hitler; los 6 millones de judíos eliminados por los nazis; los 500 mil soldados chinos ahogados en el río Fei (383 a. C); los 137 españoles y los 13 criollos que fallecieron en la batalla de Boyacá; los 110.000 colombianos muertos durante la Guerra de los Mil Días. En vez de números, ahora encontramos rostros, personas de carne y hueso en su entorno arrasado por cohetes: hogares, escuelas, mercados, hospitales, templos…
El efecto de la guerra actual en Gaza es profundamente distinto al de otras que ya pasaron, e incluso a la de Ucrania, coetánea, donde no hay una opresión asfixiante de una de las partes.
Lo estamos palpando. El impacto emocional de ver y oír a los perjudicados produce un sacudón que no igualan las cifras frías ni las mejores novelas, memorias o películas sobre el tema. Por encima de causas y posiciones políticas surge un sentimiento de solidaridad y empatía con los que sufren.
Creo que el gobierno extremista de Benjamin Netanyahu no ha tenido en cuenta este factor. Es posible que Israel esté ganando la batalla en Gaza, pero está perdiendo la guerra de su propia imagen. Nada más peligroso que un gobierno débil cuando la historia le da la oportunidad inesperada de fortalecerse. En su misión de consolidarse él y liquidar a los enemigos, aún a costa de miles de muertos inocentes, Netanyahu encabeza un régimen que no respeta las leyes internacionales —la Casa Blanca ha tenido que recordárselo— y se pelea con los aliados que no le siguen la corriente hasta el último desvarío. No solo ha enfrentado a Gustavo Petro, tropiezo menor; también al gobierno español e incluso a la ONU, cuyo secretario general pronunció unas palabras impecables e implacables que Israel tergiversó.
Lo peor es que la desproporción de la defensa israelí, la fanfarronería de andar anunciando la invasión de Gaza y la absoluta falta de miramientos con la población civil han hecho que muchos se olviden del asalto asesino de Hamás a cientos de judíos inermes.
Varios observadores políticos reconocen que la imagen de Israel ante la opinión pública mundial se debilita y, en cambio, la de Palestina —abandonada y cautiva— se fortalece y gana apoyo. Era lo que se proponía Hamás al llamar la atención con su atroz atentado. Netanyahu, ansioso de respaldo interno y despiadado en su reacción, pisó la trampa. Y pagan los más débiles.
ESQUIRLA. Confío en que en la vuelta definitiva de las elecciones en Bogotá se enfrentarán dos de los siguientes candidatos (en orden alfabético): Bolívar, Galán, Lara, Robledo. La ciudad saldrá ganando.