Enrique Santos Calderón
En días pasados se inició la demolición del edificio de El Tiempo de la Avenida Eldorado, lo que me ha revuelto la nostalgia y disparado una cascada de recuerdos de cuando comencé a trabajar en el diario de mi familia hace ya casi sesenta años.
Yo estudiaba Filosofía y Letras en la Universidad de los Andes y todas las tardes bajaba cinco cuadras a la sede del periódico en la Avenida Jiménez con Carrera Séptima, la llamada “mejor esquina de Colombia”, donde permanecía hasta entrada la noche haciendo turnos en la sección internacional y ocasionales entrevistas y notas culturales bajo la tutela del director Roberto García-Peña, un hombre hecho de bondad y tolerancia.
Ingresé a la nómina propiamente dicha en mayo de 1964, el mismo día en que lo hizo Daniel Samper Pizano, un culto y casto joven javeriano con pinta de vikingo con quien nos hicimos muy amigos. Nos asignaron una pequeña oficina en el tercer piso del moderno edificio que había sido inaugurado en 1961 con motivo de los cincuenta años del periódico. Por allí desfilaba toda la fauna capitalina —el eterno y chiflis candidato presidencial Goyeneche era visitante frecuente— y también desde allí se observaba desfilar el acontecer nacional. Manifestaciones políticas, protestas sindicales y marchas estudiantiles con sus inevitables pedreas contra los ventanales de El Tiempo, primer diario del país que concentraba las iras de los enemigos del sistema. Todo pasaba por ese centro nervioso de la actualidad que era la Jiménez con Séptima.
A mí me impresionaba que jóvenes de mi edad le tuvieran tanta inquina al diario donde yo trabajaba, pero embebidos del fervor revolucionario en boga (en el cual caería yo también) ellos entendían lo que El Tiempo simbolizaba como baluarte del establecimiento y auténtico “cuarto poder”, con su solidez económica y ostensible influencia política. Aún recuerdo en un tumultuoso mítin frente al periódico al líder estudiantil del MOIR Marcelo Torres, encaramado en un carro dirigiendo el habitual coro de: “¡Ahí están, esos son, los que venden la nación!”. Hacía poco había pasado por la Séptima la multitudinaria manifestación que se había iniciado quince días antes en Bucaramanga como caminata de un puñado de estudiantes sobre Bogotá para reclamar autonomía universitaria, que terminó con veinte mil personas en la Plaza de Bolívar.
Tiempos movidos aquellos, con sus agites callejeros y debates intelectuales. Por eso, el traslado del diario en 1978 a la moderna sede de la Avenida Eldorado me golpeó emocionalmente, al sentir que estábamos abandonando un entorno histórico de tertuliaderos y metederos que formaban parte de una vital rutina cotidiana. Atrás quedaron el Café Pasaje, La Romana, la cafetería del Continental, el bar Escocés, las librerías de los Ungar y de los Buchholz… Una imagen que me acompañó por largo tiempo fue la de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, esculpida en ladrillo en el muro del primer piso del edificio de la Jiménez por orden de Eduardo Santos, y que aún está ahí.
Y hablando del hombre que hizo a El Tiempo, acaba de publicarse un interesante libro de Maryluz Vallejo Mejía titulado Estrictamente confidencial (Intermedio), sobre la correspondencia de Eduardo Santos entre los años treinta y cincuenta, que arroja muchas luces sobre como concebía la misión del periódico que él había convertido en el órgano más influyente de Colombia. La aparición del libro coincide con la conmemoración de los cincuenta años de la muerte de Santos el 27 de marzo y no vacilo en recomendar su lectura en estos tiempos de tensión creciente entre poder y prensa.
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A todas estas, el periódico había hecho grandes avances tecnológicos en medio de un entorno periodístico competitivo, intenso e incierto. Desde mi oficina ya no contemplaba el frenesí urbano de la Séptima sino un paisaje de árboles y potreros. Y un horizonte de nubes negras donde se vislumbraba la amenaza de internet para la industria editorial. Recién instalados en la nueva sede, mi hermano Luis Fernando, experto en el tema, nos anunció que “este negocio tal como lo conocemos tiene los días contados”.
Las razones eran claras. Un producto informativo cuya materia prima son rollos de papel importados de Canadá, que hay que traer a Bogotá en camiones desde los puertos para meter en gigantescas rotativas manejadas por decenas de operarios, para luego ser redistribuido por tierra, mar y aire por todo el país, compite mal con medios que no requieren papel, tinta ni un ejército de prensistas.
El declive económico del periodismo impreso comenzó décadas atrás con la televisión y se aceleró con la llegada de la era digital. Hoy cada día algún diario en el mundo apaga sus rotativas. Para un periódico como el nuestro, que se daba el lujo de rechazar avisos, la apretada de cinturón fue una experiencia tan dura como irreversible. Daniel y yo teníamos consagradas columnas de opinión pero desde los noventa sabíamos que el futuro era sombrío. Ya El Espectador había sido adquirido por el Grupo Santo Domingo y diez años después El Tiempo lo fue por Editorial Planeta y luego por el Grupo Sarmiento, que ha anunciado un proyecto de viviendas y centros comerciales.
Se dice que también habrá parque y zonas verdes y un pequeño museo con la historia del diario fundado hace 113 años y que ha funcionado en la Avenida Eldorado durante casi medio siglo. Pueda ser, porque la demolición del emblemático edificio debe dejar algún rastro físico de lo que hubo. Aunque más que símbolos arquitectónicos, la importancia de un diario en la historia nacional depende de sus periodistas y de los valores que defiendan. Del oficio más que del edificio.
P.S.1: El anuncio del presidente Petro de convocar a una Asamblea Constituyente si no se aprueban sus reformas desatará una controversia nacional gigante. Preparémonos, ahora sí, para una polarización política extrema
P.S.2: Mientras Trumps, Mileis, Bolsonaros y demás exponentes de un cristianismo regresivo piden endurecer penas para las mujeres que quieren interrumpir el embarazo, Francia, con amplio respaldo nacional, inscribe en su Constitución la “libertad garantizada para poder abortar”. ¡Vive la France!