Enrique Santos Calderón
Previsible tierrero ha levantado la decisión del Gobierno de nombrar a 17 notorios exjefes paramilitares como “gestores de paz”. Ahí están Macaco, Jorge 40, el Alemán, HH, Don Berna, Botalón y demás nombres asociados en la memoria de los colombianos a horripilantes crímenes y masacres cometidos hace veinteaños por quienes, con silencio cómplice o apoyo tácito de sectores de la sociedad, enfrentaron el auge guerrillero de entonces con indiscriminada brutalidad.
La medida es audaz y entiendo el ánimo reconciliatorio que la inspira, pero cojea por su fragilidad jurídica y política. A pesar de afirmar que “será de seis meses” y que “no modifica su situación jurídica ni medidas de aseguramiento vigentes”, son demasiados los interrogantes que suscita. Para comenzar, ¿cómo procederán y qué pueden aportar exjefes desmovilizados o presos hace años.
¿Tienen incidencia alguna sobre el Clan del Golfo, heredero de las AUC (Autodefensas Unidas de Colombia), que sembraron el terror en tantas zonas del país? ¿Qué pasa con las demás mesas que Petro tiene abiertas con otros grupos armados ilegales?
Que viejos comandantes paramilitares hayan reaparecido convocados por el presidente muestra un comprensible afán por destrabar su propuesta de “paz total”, pero desconcierta o indigna a muchas víctimas y a sus familias, y es mal comprendida por la ciudadanía. No es fácil entender que se gradúe de gestor de paz a un siniestro personaje como Hernán Giraldo, el llamado “Monstruo de la Sierra”, autor de múltiples crímenes sexuales contra niñas y adolescentes, expulsado de Justicia y Paz por reincidir en sus abusos, o a un sanguinario “Botalón” (Arnubio Triana), convertido en próspero narcotraficante.
También la justicia tiene dudas, como lo indicó la Sala de Casación Penal de la Corte Suprema al negar la libertad de Salvatore Mancuso y recordar que no se puede “otorgar beneficios exclusivo a los máximos responsables de este tipo de conductas”, lo que representa un golpe a la estrategia pacificadora del Gobierno. Improvisada y/o precipitada, al margen de sus buenas intenciones. Hay quienes incluso piensan, como el analista Pedro Medellín, que en el estado actual de las relaciones del Gobierno con los grupos armados ilegales no tiene sentido nombrar “gestores de paz”.
Pero también se escuchan voces como las del primer elegido al Congreso por las circunscripciones especiales de paz, el representante William Aljure (nieto del guerrillero liberal Dumar Aljure), al que le mataron padre, madre, hermanos, tíos —once familiares asesinados por el conflicto armado, incluyendo al abuelo— , quien insistía en estos días que hay que sentar a todos en un misma mesa —víctimas, victimarios, Gobierno, guerrilla, militares, paramilitares— para decirse toda la verdad, pues solo han quedado “verdades a medias”.
El caso de Aljure ilustra el carácter circular de la violencia política que padecemos: siempre se regresa a los mismos temas y protagonistas. Se ha avanzado, sin duda, desde el acuerdo de paz de 2016, pero la cicatrización ha sido lenta; hay heridas que aún sangran, odios que no mueren y en medio de una pobreza general y un narcotráfico boyante, los incentivos para la criminalidad siguen presentes.
Dice mucho que el presidente que hoy nombra a estos gestores de paz haya sido el parlamentario que con más vehemencia denunció en el Congreso al paramilitarismo. Él alega que pueden ayudar a cerrar el proceso que inició Álvaro Uribe con los paras y contribuir también a la reparación de las víctimas con entregas de tierras mal habidas (Mancuso ha devuelto más de trescientos predios, muchos hoy embolatados). No está en cuestión, pues, la voluntad de paz Petro. Pero sí su metodología, su forma de comunicarse y sus pobres resultados hasta el presente.
Pueda ser que la carta que se ha jugado con los viejos jefes paramilitares produzca mejores efectos.
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Como al que no quiere caldo se le dan dos tazas, el nombramiento de Marco Rubio como secretario de Estado de Trump le plantea un dilema adicional a Petro. Rubio, un senador de ascendencia cubana, casado con hija de colombianos, criado en el ambiente rabiosamente anticomunista de Miami, es una estrella política en ascenso cuyas posturas de conservatismo radical lo han llevado al segundo cargo más importante del gobierno de EE. UU.
Allí Petro tiene ahora a una persona que lo ha descalificado de manera reiterada y agresiva por su pasado, y que no oculta la aversión que siente hacia un gobierno izquierdista que es amigo de Venezuela y Cuba. Motivo para volver a recomendarle el presidente de Colombia que proceda con cautela y cabeza fría, no vaya a ser que caiga en provocaciones o “papayazos” que inciten al círculo de duros halcones del que se está rodeando Donald Trump a tomar represalias comerciales, o de otra índole. Ganas no les faltará. Con Rubio al frente de la política exterior de Washington, las relaciones con el Tío Sam pueden sufrir un giro amargo. Espero equivocarme.
P.S.1: ¿Y qué decir de la aspiración presidencial de Vicky Dávila? Después de desbarrar contra los personajes que utilizan el periodismo como trampolín a la política, la aguerrida reportera se lanza de cabeza a la lucha electoral. Está en su derecho. Muchos periodistas han hecho lo mismo y algunos (Pastrana y Santos, por ejemplo) han coronado. Con una imagen favorable en las encuestas, recolección de firmas y el capital de los Gillinski, Dávila busca la jefatura del Estado. Delirante para algunos, pero no tanto para otros. Amanecerá y veremos.
P.S.2: Después de 32 años de emisiones ininterrumpidas, el Noticiero CMI sale del aire. Fue dirigido de arriba abajo por ese incansable titán del periodismo radial y televisivo llamado Yamid Amat. No séa qué se dedicará ahora Yamid, pero de algo estoy seguro: no colgará los guayos.
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