Enrique Santos Calderón
Hace 53 años escribí en esta columna que no podía entender cómo un grupo que se decía revolucionario podía acribillar de seis balazos por la espalda al más destacado líder universitario que tenía el país. Era 1971 y me refería a Jaime Arenas Reyes, asesinado de manera miserable y cobarde por el ELN en Bogotá, tras las críticas que en su libro La guerrilla por dentro le hizo al movimiento que él había contribuido a fundar en 1964.
Años después, en 1983, me pregunté cómo era posible que un movimiento que se decía portavoz del pueblo secuestrara al hermano del presidente más popular que había tenido Colombia en mucho tiempo. Me refería a Belisario Betancur, que al comienzo de su mandato promovió un audaz proceso de paz y le otorgó por primera vez estatus político a una organización armada que respondió con el secuestro de su hermano Jaime.
Hoy ya no me pregunto por qué el ELN responde a la mano tendida del gobierno Petro con un atentado en Arauca que mató a tres soldados, dejó a otros 24 heridos y afectó a mil jóvenes de una escuela cercana. Está en su ADN, corresponde a su triste y sanguinaria historia y confirma que no es la paz lo que le interesa. Es la economía de la coca, el oro de la minería ilegal y los ingresos de la extorsión y el secuestro lo que hoy mueve a una guerrilla a la que Camilo Torres le entregó su vida. Hablando de traicionar un legado…
Ya desde 1969 Jaime Arenas había hecho en su libro un demoledor análisis del infierno de sectarismo, militarismo y mesianismo alucinado en que se había convertido un movimiento que había producido más bajas entre sus miembros —por fusilamientos— que entre el ejército que combatía. Hoy ya no fusilan a sus propios como antes, pero la facilidad para asesinar a adversarios se mantiene intacta.
Tantos años aferrados al fusil y a la dinamita, alejados de la realidad política y del genuino sentir popular conducen sin remedio a la descomposición ética. Y al culto ciego de la violencia. Se dice que “Colombia da para todo” y tal vez eso explica que el ELN haya logrado persistir pese a todos sus excesos y aberraciones, que en el resto del continente hicieron desaparecer a grupos guerrilleros del mismo origen.
Uno de los síntomas más dicientes del atraso y subdesarrollo de este país es que aún esté sometido al chantaje terrorista y mafioso de unos grupos armados que el Estado no logra controlar. El ELN es ejemplo viviente de un proceso de criminalización y narcotización que puede socavarlo por dentro antes que la acción de la fuerza pública. ¿Pero qué reformas sociales faltan? ¿Qué contundencia militar o cohesión institucional para que el Estado logre poner fin a esta pesadilla?
Porque ahí siguen, por ahora, aunque su supervivencia armada no los acredita para nada. Carecen de toda proyección política en un país que cada vez los detesta más. Viven del régimen de terror y miedo que imponen en las comunidades donde se mueven y de su poder de chantaje armado. ¿Hasta cuándo? ¿Hasta generar una reacción violenta de la ultraderecha? ¿Esto es lo que buscan en una torpe estrategia de “agudizar las contradicciones internas del sistema”? Lo que resulta más que evidente es que el país está mamado de una guerrilla que sigue volando oleoductos, destruyendo infraestructura, asesinando soldados y hablando y hablando de una paz que le vale lo que sabemos.
Fuentes informadas me cuentan que en su pasado VI Congreso quedó claro el nulo interés de pactar un acuerdo de paz con este gobierno. Apoyado en esa especie de retaguardia territorial que le ofrece la Venezuela chavista, el ELN se ve a sí mismo como un componente de la revolución mundial y un eje clave de la revolución bolivariana. Delirios de grandeza que el Gobierno está en mora de aterrizar con contundencia.
No se le puede reprochar a Gustavo Petro que intentara una negociación. Es su deber buscar la paz y tiene credenciales para hacerlo, pero el ELN “cerró con sangre” la puerta, como bien lo expresó el presidente. Falta ver cómo conduce su respuesta a este desaire y si el Ejército está a la altura de este nuevo desafío. Porque ya son otras las reglas del juego.
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El primer aniversario del fallecimiento de Fernando Botero señala el prestigio cada vez más extendido de su obra. El primer pintor colombiano es motivo de un profundo orgullo nacional, que se vuelve a sentir con el despliegue internacional que ha tenido en Roma la exposición que lo exalta. Ver a la Ciudad Eterna engalanada con su cuadros y esculturas es un tributo emocionante a un artista excepcional, que fue fiel a sí mismo a sus raíces y a su obra. Y a una trayectoria, al comienzo solitaria y difícil, que lo llevó a la grandeza.
Por su fama fue un ciudadano universal, pero ante todo un colombiano integral y un paisa sin esguinces, además de un hombre franco, vertical y generoso. Retrató la cultura latinoamericana, nacional y antioqueña de manera tan original y talentosa que el nombre Botero es reconocido hoy en cualquier rincón del mundo, y asociado de inmediato con la voluminosidad genial de su obra.
Un aniversario para entender mejor lo importante que fue y sigue siendo. Gloria eterna al maestro Botero.