Daniel Samper Pizano
A Nieves Concostrina
Hace quince días uno de mis hermanos acudió al Cementerio Central de Bogotá con la conmovida intención de depositar un ramo de flores en la tumba de mi papá… y se llevó una doble sorpresa.
Sin presentir lo que le esperaba, llegó al sencillo panteón familiar donde reposan los restos de quienes nos precedieron y no encontró allí la tumba identificada con el nombre de Andrés Samper Gnecco. Esa fue la primera sorpresa. La segunda, como veremos luego, iba a ser mayor.
Habían pasado treinta y seis años desde la muerte de mi taita y cinco de la última visita de mi hermano. Durante cerca de un lustro fue imposible entrar al enorme camposanto. Inicialmente estuvo clausurado a causa de la pandemia. Y después lo cerró una garrotera jurídica erizada de millonarias multas por incumplimientos y disculpas varias entre la agencia distrital que administra los servicios públicos y una empresa concesionaria del manejo de cementerios llamada Jardín de Luz y Paz.
Aunque parezca increíble, una ciudad de siete millones de habitantes tuvo que prescindir durante larga temporada de su cementerio tradicional, apenas tres décadas más joven que el legendario Père-Lachaise parisino. Fue preciso rechazar carrozas fúnebres en el portón, cremar cientos de cadáveres en hornos ajenos e, incluso, despachar a otros municipios las caravanas llorosas con cliente y cajón a bordo. Un conocido político fue inhumado en Girardot porque era imposible hacerlo en la calle 26.
Inaugurado a comienzos de 1836, el Cementerio Central carecía en un principio de materia prima. La ciudadanía se negaba a acatar las órdenes, primero emitidas por el rey de España y luego por el Libertador Bolívar, que disponían realizar los entierros en zonas de extrarradio, en vez de acudir a iglesias atiborradas de osamentas. Simplemente, los muertos no obedecían. Tan difícil fue poblar la entonces lejana necrópolis que, según descubrieron las autoridades, el féretro inaugural no contenía un cadáver sino piedras, palos y tierra. El alcalde Rufino Cuervo, padre del benemérito gramático, se vio obligado a comprar un lote unipersonal para dar ejemplo a los súbditos. Solo fue posible sembrar el primer fiambre meses después, en diciembre de 1836, cuando el presidente Francisco de Paula Santander enterró allí a su hijo de pocos días de nacido.
Al cabo de un siglo, por el contrario, al almódromo no le faltaban sino que le sobraban esqueletos porque, ya lo dijo Serrat, “los muertos están en cautiverio y no los dejan salir del cementerio”. Uno de los pocos que consiguió emigrar y ocupar lugar de lujo en el centro de Bogotá fue el fundador de la villa, Gonzalo Jiménez de Quesada (circa 1509-1579). Tras un incómodo periplo de más de tres siglos por diversas capillas, sus andaluces huesos aterrizaron en la avenida periférica en 1892, y en 1938 fueron promovidos a la catedral primada.
Unos años antes había pasado a mejor vida el industrial alemán Leo S. Kopp, fundador de Bavaria. Su estatua sedente, mezcla del Pensador de Rodin y banderillero cordobés, escucha desde entonces las quejas que los creyentes murmuran en su pétreo oído antes de despedirse con la ilusión de una buenaventura que, según dicen, regala la estatua.
En abril de 1948 el lugar se llenó de decenas de víctimas anónimas, desechos todas del Bogotazo. Antes y después compartieron sepultura —los humildes en columbarios y los ricos en monumentos— gentes del montón e ilustres ciudadanos: científicos, estadistas, políticos, escritores, maestros, artistas, poetas… Estos últimos han sido muy populares en el augusto parque. Recostado en su cama de mármol don Diego Fallon observa la luna vaporosa desde 1905, mientras que José Asunción Silva anduvo entre 1986 y 1937 como ánima en pena, dado que su condición de suicida le impedía descansar en tierra sagrada. El cariño general doblegó la oposición de la Iglesia y Silva y su adorada hermana Elvira presencian en el jardín las noches llenas de perfumes, de murmullos y de música de alas.
No muy lejos del sarcófago de los Silva depositamos en abril de 1988 los restos de Andrés Samper, tan cachaco como Fallon y José Asunción. Había muerto de un infarto cuando dictaba su habitual clase universitaria y honramos su deseo de recibir sepultura en el mausoleo familiar donde duermen sus antepasados.
A ese sitio regresó mi hermano hace dos semanas y encontró la segunda sorpresa: no solo había desaparecido la tumba del papá, sino que en su lugar se veía un pequeño aviso en piedra (sería impropio llamarlo lápida) donde sonreían los dibujos y los nombres de dos gatos, Malto y Luna. Un letrero inscribía la fecha —diciembre 4 de 2023— y un epitafio rezaba: “Siempre los llevaremos en nuestros corazones”.
Desconcertado, mi hermano comunicó ambas noticias a la familia y consultó, democráticamente, qué considerábamos aconsejable hacer. Surgieron de inmediato y unánimes las voces de hijos y nietos que clamaban por exigir a las autoridades del cementerio una explicación sobre la desaparición del sepulcro. Y, en cuanto a lo que alguno denominó miausoleo, pues que escogiera el pueblo.
Una rápida encuesta demostró que los descendientes de Andrés y Helena estaban divididos sobre la decisión. La mitad recomendó destruir la dura armazón y excavar el piso hasta encontrar y desalojar los huesos de los gatos. La otra mitad se mostró partidaria de acoger en el panteón familiar a los dos inesperados inquilinos.
¿Qué habrían opinado los silenciosos ocupantes de los nichos? Tiendo a pensar que, aunque mis viejos eran más perrunos que gatunos, habrían votado en contra del desahucio felino. En cualquier caso, la familia sigue unida por el estupor ante la insólita situación y acosada por la convicción de que aquí hay gato enterrado. Y encerrado.