Los Danieles. Franklin y Winston

Enrique Santos Calderón

Enrique Santos Calderón

Así se titula un fantástico libro que acabo de leer sobre la relación personal entre Franklin Roosevelt y Winston Churchill y la influencia decisiva que esta ejerció sobre la Segunda Guerra Mundial y otros cruciales episodios de la historia contemporánea.

Es “el retrato íntimo de una épica amistad”, deliciosamente descrito y rigurosamente investigado por el historiador norteamericano Jon Meacham (Random House; 2004) con anécdotas desconocidas y nuevas fuentes sobre los más de cien encuentros cara a cara que, entre cocteles y cigarros, sostuvieron estas dos figuras monumentales del siglo XX.

El contraste de personalidades es revelador: un Churchill brillante e impetuoso frente a un Roosevelt sagaz pero cauteloso. El tema era Hitler, que había subyugado a Europa y quería invadir también a Inglaterra. Churchill fue el primero en advertir sobre la necesidad de combatir —y nunca tratar de apaciguar— al fanático líder que había galvanizado al pueblo alemán y construido una formidable maquinaria de guerra para imponerle al mundo la superioridad de la raza aria.

Al comienzo estuvo solo y las reticencias del presidente de Estados Unidos para entrar en la pelea contra el nazismo lo exasperaban. Las dudas de Roosevelt eran las de un político veterano que había ganado cuatro elecciones presidenciales consecutivas y sabía, aun después de que Hitler invadiera a Polonia en octubre de 1939 y ya eran evidentes las barbaridades nazis, que la gran mayoría de estadounidenses no quería inmiscuirse en un lejano conflicto europeo. Hacer lo posible por ayudar a Francia e Inglaterra pero no entrar en la guerra era el sentimiento imperante.

El libro narra en detalle el desespero de Churchill con esta actitud. Y recuerda las mordaces críticas a los apaciguadores en su país. “Usted pudo escoger entre la guerra y el deshonor. Escogió el deshonor y tendrá la guerra”, le espetó al primer ministro Chamberlain cuando este firmó en 1938 el acuerdo de Múnich sobre Checoslovaquia con un Hitler que a los seis meses violó lo pactado.

También aparecen las angustias de Roosevelt, quien más allá de su calculada prudencia se desvelaba viendo a Europa ocupada y a Inglaterra sitiada. El destino de la democracia parecía depender de la capacidad de Winston de convencer a su colega Franklin de la urgencia de contener por las armas el avance del nazismo. El mandatario americano tenía sus dudas sobre Churchill por su conflictiva personalidad y su afición al licor (era un gran bebedor de whisky y brandi y nunca lo ocultó), pero admiraba la firmeza de sus convicciones y la fuerza de su oratoria. 

Su histórico discurso de junio de 1940 ante el Parlamento, en el que asegura que “pelearemos en el aire y en el mar, en los campos y en las calles, en los montes y en las playas (…) nunca nos rendiremos”, plasmó la determinación inglesa de oponerse a cualquier costo al Tercer Reich del dictador germano y a su alianza con el fascismo italiano de Benito Mussolini y el militarismo japonés del emperador Hirohito.

Y el 7 de diciembre de 1941 se produjo un hecho que todo lo cambió: el bombardeo sorpresa de Japón sobre la base naval de Pearl Harbor en Hawái, que propició la entrada de Estados Unidos a la guerra. Un eufórico y aliviado Churchill dijo que esa noche había dormido “el sueño de los salvados”. Sabía que ese hecho alteraría el curso de la guerra, como en efecto ocurrió. Tres años y medio después Alemania y Japón capitulaban incondicionalmente ante las fuerzas aliadas de Estados Unidos y la Unión Soviética.

Se inauguró un nuevo orden mundial que daría lugar a la Guerra Fría entre las dos potencias triunfantes: la capitalista de occidente y la comunista del este. El duelo político y militar entre Washington y Moscú, que marcaría las décadas siguientes, no le tocó a Roosevelt, fallecido al final de la guerra, pero sí a Winston que desde 1946 le advirtió al mundo que sobre Europa caería una “cortina de hierro”. 

Aunque son hechos bien conocidos y harto se ha escrito sobre estos dos grandes hombres, este libro, que pronto saldrá en español, permite entender mejor cómo esa amistad fue decisiva para salvar al mundo de la tiranía. Y por qué la humanidad tuvo la suerte de que estuvieran juntos en el poder durante los momentos más amenazantes del siglo XX.

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Hoy me pregunto qué tanto conoce o ha asimilado la juventud colombiana de este período de la historia y de cómo repercutió en el país. ¿Cuántos sabrán que los jefes liberales de la época se solidarizaron con las fuerzas aliadas, mientras que los conservadores simpatizaban con el nacionalsocialismo alemán y marchaban por las calles con las camisas negras de Mussolini? Los textos escolares poco o nada explican esta etapa de la historia patria.

La insistencia de Churchill en que hubiera sido suicida negociar con Hitler remite al dilema de conciliar con un mal conocido para evitar uno peor, sin reparar en las consecuencias de la transacción. Algo que han enfrentado muchos gobernantes y que en Colombia evoca, con todas las grandes diferencias de tiempo, circunstancia y lugar, lo que aquí se enfrentó hace 35 años cuando el narcoterrorismo amenazó con sembrar el país de carros bomba si no se derogaba la ley de extradición.

Una sociedad y un Estado amedrentados se demoraron en reaccionar ante el chantaje, casi hitleriano, pero a la larga, con un costo enorme y muchos bandazos, lo hicieron y los prepotentes capos mafiosos de ese entonces fueron eliminados o encarcelados. Episodios para no olvidar.

P.S.1: Secuestro o “cerco humanitario”, instrumentado o no por la guerrilla, la retención durante dos días de cien miembros de una fuerza elite del ejército por centenares de campesinos en el Guaviare no habla bien de la capacidad de prevención o reacción de las FF. AA. Ni de la buena marcha de la política de paz del Gobierno que entra en su tercer año en medio de un grave estancamiento. El precio de la improvisación.

P.S.2: Pensar que hace 25 años nos arrebataron al más genial humorista político que haya producido Colombia da nostalgia, rabia y tristeza. Nostalgia por el recuerdo de ese ser humano excepcional. Rabia de saber que siguen sueltos autores intelectuales del magnicidio. Y la tristeza de no gozar de sus brillantes imitaciones de personajes nacionales, que nos destornillaban de la risa.

¡Qué falta haces, Jaime Garzón!

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