Daniel Samper Pizano
Mi yerno es lector asiduo de The Economist, mi prima es adicta a las revistas del corazón y mi tío Abelardo, nonagenario y enfermo de Parkinson, repasa todos los días su colección empastada de Playboy y SoHo. A diferencia de ellos, la pasión mía son los boletines de actualidad del Vaticano, en especial The Holy See, Vatican News y Papal Audience. Se publican en varios idiomas, pero, como fui monaguillo anterior al Concilio II, prefiero la versión en latín.
Sus páginas recogen noticias sobre las actividades del pontífice argentino Jorge Luis Bergoglio —de cognomen Francisco—, tan espesas y frecuentes que su celibato más que obligatorio se hace inevitable, pues ningún matrimonio duraría cuatro domingos con un marido tan volátil.
Gracias a mi red de información vaticana he podido establecer que en las últimas semanas el papa ha mezclado severos sermones sobre la paz mundial y la defensa de los migrantes (él mismo es hijo de italiano) con la trascendencia del humor. Hace poco bendijo esta virtud del temperamento que, según dijo literalmente, derriba barreras sociales… conecta a la gente… construye cultura común y espacios de libertad… riega paz en los corazones… ayuda a superar las dificultades y el estrés… halla alivio en la ironía… denuncia abusos del poder… otorga voz a los olvidados y señala conductas inadecuadas sin diseminar alarma o terror, ansiedad o miedo…
Pese a lo que señala el jefe de la Iglesia, el humor y la religión son términos históricamente contradictorios. Quien lo dude puede leer la espléndida novela de Umberto Eco El nombre de la rosa, donde los monjes medievales deciden que la risa es de origen diabólico.
Aunque los católicos normales son más tolerantes con la agudeza que los lefebvrianos, los ordoñistas y los musulmanes, la Biblia no se caracteriza por sus episodios divertidos. Con esfuerzo, los asesores de Francisco descubrieron solo dos sonrisas en el Antiguo Testamento. Una, aseguran, la de Dios cuando creaba este mundo tragicómico (Prov. 8, 30-31). La segunda, cuando el Señor anunció a la anciana Sara, mujer de Abraham, que iba a ser madre. “¿Yo?”, comentó ella con una risita sarcástica. “Pero si ya tengo noventa años…”.
Olvidaban la carcajada más limpia: la del profeta Daniel que, como muchos de sus tocayos, era guapo, modesto y simpático. En cambio mencionaron a Tomás Moro (1478-1535), santo, jurista, humanista y hombre de Estado inglés a quien ejecutó Enrique VIII por razones político-religiosas. Al pie del cadalso, donde lo esperaba el hacha decapitadora, Tomás solicitó al verdugo que lo ayudara a subir la escalerilla. “Por la bajada no se preocupe —aclaró—, que lo haré por mis propios medios”.
Moro es autor de una oración al talante risueño en que pide a Dios “buena digestión y algo que digerir”, lo mismo que “buena salud y el buen humor para sostenerla”. Bergoglio aconseja el rezo diario de esta oración y el ejercicio de sus recomendaciones.
Risas en el Vaticano: he ahí una revolución mayor que la de Martín Lutero hace cinco siglos. Es justo decir que el primer papa moderno que sobresalió por su jovialidad fue Juan XXIII (1881-1963). Tanto, que desde 1964 circula un libro titulado Ríe un papa, con anécdotas sobre este pontífice a quien bastaron cinco años para poner patasarriba la anquilosada Iglesia católica. Más que chistoso, Juan XXIII era travieso. Con la complicidad de un cura de confianza se escapaba en un viejo Opel de la vigilancia de médicos, guardias suizos, monjas y sacerdotes y se iba de paseo al campo o a visitar a amigos de la infancia. Alguna vez un jerarca poderoso amenazó al compinche con la excomunión si seguía acolitando las escapadas papales, y Su Santidad comentó:
—Dile al cardenal que si él te excomulga, yo te desexcomulgo.
A Juan XXIII lo antecedió Pio XII, un sátrapa sacro, vanidoso y seco, y lo sucedió un cuarteto de papas agelastas: Pablo VI, torturado por su difícil apostolado en la tierra; Juan Pablo I, muerto en oscuras circunstancias a poco de posesionarse; Juan Pablo II, líder carismático y alcahueta de los pecados de la jerarquía, y Benedicto XVI, místico y político a quien doblegó la responsabilidad de orientar la Iglesia.
Finalmente, de la lejana Argentina llegó Francisco con la misión de apacentar el monstruoso rebaño de 1.400 millones de ovejas. Sus primeras palabras como pontífice ya escondían un guiño: “Como sabéis, el deber de un cónclave es dar un obispo a Roma. Parece que mis hermanos cardenales han ido a buscarlo casi al fin del mundo… pero aquí estamos”.
Si Juan XXIII fue el papa que reía, Francisco es el papa capaz de hacer reír. Y, más importante aún, de convocar y santificar la risa, aquella maldición demoniaca medieval. Lo ha demostrado recientemente. En junio invitó a ciento cinco humoristas de diversos países y charló con ellos. Acudieron, entre otros, Doña Florinda, la del Chavo del Ocho, y Julia Louis-Dreyfus, la Elaine de Seinfeld. También Jimmy Fallon, Whoopi Goldberg y Chris Rock. Nadie echó de menos a Don Jediondo ni a la Nena Jiménez.
Al despedirse de ellos, el Santo Padre pidió: “Recen a Dios por mí. Pero a favor”.
Dos meses después del encuentro con la aristocracia del humor de masas, Francisco acudió a Ostia, localidad contigua a Roma donde lo esperaba el proletariado del entretenimiento: un circo de la legua animado por humildes maromeros, payasos y trapecistas. Allí charló con los artistas y sus familias y saludó también a un grupo de monjas que, como los volantineros, viven en carpas y viajan en caravanas. Las relaciones entre los papas y el monjío son un clásico que remeda, untado de santidad, a las de los astros del rocky sus hinchas. Bergoglio es la estrella del momento, y goza oyendo a las religiosas y haciéndolas reír. Hace cuatro años, en medio de una multitud, una sor africana le preguntó si podía darle un beso.
—Sí, pero si no me muerde— fue la respuesta instantánea de Francisco.
La monjita estampó el beso en la mejilla papal y se abstuvo obedientemente de morderlo.
Dicen que desde las nubes se desgajó el eco de una todopoderosa carcajada.