Enrique Santos Calderón
La segunda vez que viajé a Israel, en 1982, me impactaron la tensión nerviosa y la obsesión con la seguridad por todo lado. Habían pasado más de diez años desde la guerra de Yom Kippur, que también ganó, y había estabilidad pero la sensación de acoso y peligro estaba muy presente. Era habitual en un Estado rodeado por enemigos que desean su destrucción.
Estuve por primera vez en el verano de 1968 y me recorrí el pequeño país de arriba abajo junto a mi amigo Pedro Shaio, con quien echamos dedo por las carreteras, convivimos con familias israelíes y trabajamos dos semanas en un kibutz cerca de Haiffa, recogiendo naranjas del amanecer a mediodía. Era una nación vibrante, optimista y movilizada. La calles de Tel Aviv rebosaban de atractivas muchachas y sonrientes muchachos con fusil al hombro y se respiraba un clima de euforia colectiva tras la contundente victoria militar de Israel pocos meses antes sobre la coalición de países árabes en la “guerra de los seis días”.
Tan contundente que le permitió anexar territorios egipcios, sirios y jordanos, lo que se convertiría en factor insoluble del conflicto que estalló desde 1948 con la fundación del Estado de Israel en la región de Palestina, habitada por un pueblo que fue desplazado y cuyo reclamo por una patria autónoma y propia está en la nuez del problema.
En mi segunda visita trece años después ya no percibí el entusiasmo desbordado de antes, sino preocupación y pesimismo sobre la posibilidad de una paz duradera con sus hostiles vecinos árabes. Y un clima político endurecido, beligerante y agresivamente defensivo, alimentado por los atentados permanentes de la intifada palestina. Aunque resultó triunfante en la guerra de Yon Kippur del 73, Israel sufrió por primera vez reveses significativos (más de 2.000 bajas, 500 tanques destruidos) y se vino abajo el mito de su invencibilidad. Lo cual golpeó su confianza, agudizó divisiones y animó a sus enemigos. Kissinger habló en sus memorias de una “derrota estratégica”.
Luego regresé en dos ocasiones más y en reuniones con funcionarios y colegas periodistas constaté menos tolerancia a la crítica. Había crecido en la sociedad israelí un belicoso nacionalismo religioso que llevó al poder en 1977 al temperamental Menahem Begin, quien inauguró el viraje del país hacia la derecha. Tendencia que continuó y se radicalizó bajo el primer ministro Netanyahu, hoy cuestionado por la forma como agravó el problema palestino.
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Pero las fricciones internas de este país abierto, discutidor y democrático han quedado atrás ante el salvaje ataque de Hamás (Movimiento de la Resistencia Islámica), el acto más grave de los últimos cincuenta años de conflicto árabe-israelí y “la peor masacre de judíos desde el Holocausto”. Qué efectos producirá en corto y mediano plazo la implacable respuesta israelí es uno de los interrogantes que se abren. Puede resultarle contraproducente si llega a equipararse a la barbarie de Hamás (los bombardeos de Gaza han producido ya cerca de dos mil muertos) y solo faltaría que el terrorismo islámico escale la guerra llevando sus atentados a centros urbanos europeos o americanos.
No dudo de que rodarán las cabezas de Netanyahu y de jefes del Mossad por lo sucedido, pero después del ajuste de cuentas. La nación judía está hoy unida como pocas veces antes en su historia y hay que creerle cuando dice que no cejará en el propósito de liquidar el movimiento que asesinó de modo atroz a más de mil de sus ciudadanos. Si se recuerda que en el pasado canjeaba a un israelí secuestrado por mil palestinos presos se entiende lo que valoran la vida de sus compatriotas. Y obliga a preguntarse qué pasará entonces con los 150 rehenes (entre ellos muchos estadounidenses) que Hamás tiene en su poder. ¿Y cuál será la suerte de un millón de palestinos hacinados sin luz ni agua entre los escombros de Gaza que Israel pretende que evacuen? ¿Cuál el desenlace de la invasión terrestre que prepara?
Las repercusiones geopolíticas y efectos económicos de un hecho catalogado como el 11 de septiembre de Israel son otras incógnitas del momento. Además de fanatismos y odios ancestrales, se especula que el pacto que se gestaba entre Estados Unidos, Arabia Saudita e Israel, más la mano pérfida de Irán y la crisis político-judicial que vivía el país determinaron la agresión de Hamás. Era para muchos algo “absolutamente previsible”pues no se puede confinar a millones de palestinos durante años en condiciones oprobiosas y creer que no van a explotar.
La aguda prensa israelí no exime de responsabilidad a Netanyahu. “Su política de desposesión y anexión agravó el problema”, asegura The Jerusalem Post, mientras que el influyente diario Haaretz dice que adoptó “una política exterior que ignoró abiertamente las existencia y los derechos de los palestinos”. La polémica continuará, pero hoy militares, partidos y medios conforman un frente unido de cara a los que se viene. El júbilo callejero en países árabes por el ataque de Hamás simplemente confirma las raíces viscerales del eterno conflicto.
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Lamentable la salida en falso del presidente Petro, que mancilla la política exterior de Colombia. No solo no condenó de manera franca la masacre sino hizo una absurda comparación de la franja de Gaza con el campo de concentración de Auschwitz, donde el nazismo exterminó fría y metodicamente a 1.2 millones de personas, 900 mil de ellas judías. Una ofensa para el Estado de Israel y su pueblo que no borrarán ni mil trinos de rectificación presidencial. Aunque tampoco se producirán.
PS: Recomiendo la película en cartelera Golda, que sin ser una obra de arte ayuda a entender un aspecto del drama árabe-israelí.