

Enrique Santos Calderón
Prosigue el primer juicio penal, al aire, de un expresidente de la República, que es también el primer opositor político del presidente en ejercicio.
Un gran “reality” para millones de televidentes que, si se arman de mucha paciencia, pueden seguir en vivo y en directo. Y apreciar todos los formalismos, vericuetos y maromas jurídicas que rodean a un proceso sin precedentes en la historia reciente de Colombia. Será lento y engorroso, como la misma justicia, pero revelador de cómo está esta ópera, en un caso tan sensible, ante el nuevo y a veces vociferante tribunal de las redes sociales.
Han sido llamativos los paneos de la audiencia y los primeros planos de abogados defensores y acusadores; ver sus rostros y gestos, escuchar el interrogatorio de los testigos, las impugnaciones, objeciones, mociones de orden… Todo el mundo muy consciente de estar ante la gran pantalla. No estoy seguro de que este exhibicionismo conduzca a una más pronta y acertada aplicación de la justicia, pero sí ofrece una transparencia poco usual en estos procesos. Y, como siempre, el diablo está en los detalles.
Casos criminales o choques personales entre personajes de alta figuración social o política tienen excelente rating cuando el drama es en vivo y directo. Es “gran televisión”, como dijo Trump que había sido la cruel encerrona que le montó en la Casa Blanca a Zelenski ante todos los medios. Cuando se trata de juicios penales en curso, muchos países prohíben su transmisión al aire o incluso que haya cámaras en el recinto. Los fotógrafos son remplazados por dibujantes que ilustran escenas y protagonistas. Restricciones ilusas en la omnipresente realidad audiovisual de hoy.
El juicio a Álvaro Uribe por presuntos delitos de fraude procesal y manipulación de testigos revela caras no siempre ejemplares aunque muy reales de nuestra realidad. El truculento episodio del “reloj espía” de Monsalve, grabaciones que no aparecen o fueron alteradas, acusaciones sobre amenazas e intimidaciones, contradicciones de acusadores y defensores, un frentero Uribe ejerciendo en tono altivo su derecho de contrainterrogar testigos, un más sereno Iván Cepeda insistiendo en sus señalamientos sobre nexos paramilitares son retratos de un proceso que entra en una fase crucial, sin que se vislumbre aún su desenlace.
Una condena del expresidente significaría para muchos la afirmación de la solidez de un Estado de derecho. Para otros, sería un mensaje desolador y derrotista que desconoce que fue Uribe quien sacó a Colombia de las garras de la subversión y le devolvió la confianza en sí misma. Y he ahí el dilema. Porque hay poderosas razones de ambos lados, aunque lo que debería primar son la verdad y los hechos. Lo jurídico sobre lo político.
Tocará esperar, porque vendrán más pruebas y más testimonios y hay que dejar que el juicio avance. No lleva sino diez años.
*******
¿Cuál es el régimen legal real sobre alocuciones presidenciales a través de todos los medios de comunicación? ¿Existen normas sobre tema, extensión o circunstancia? ¿Es legítimo utilizar esta prerrogativa del jefe de Estado para descalificar a adversarios políticos? ¿Se puede imponer transmisión encadenada de todas las intervenciones del presidente en cada municipio que visita?
Lo pregunto tras la alocución de Petro el lunes sobre la delicada situación de orden público en el Catatumbo y otros territorios, que resultó un diagnóstico más sobre los males del narcotráfico y la corrupción, con muchas cifras sobre conflicto armado y tropelías del paramilitarismo, pero sin fórmulas sobre qué hacer, ni cómo enfrentar el futuro. Salvo la gaseosa propuesta de “recuperar las fronteras”, que erigió como la consigna del momento.
Deseable y necesaria, sin duda, pero no se logrará con estos decretos de conmoción interior. Su anuncio de que en los noventa días que dure su vigencia se erradicarán los motivos que originaron su declaratoria en el Catatumbo me recuerda la célebre frase del ministro del Interior del gobierno Uribe, Fernando Londoño Hoyos, cuando proclamó hace 23 años que “en menos de un mes no quedará una hoja de coca en el Putumayo”. La historia se repite también como tragicomedia.
Por otra parte, la propuesta del presidente Petro de legalizar la marihuana tiene lógica y obedece a la reiterada evidencia de que su criminalización solo favorece a las mafias. Tantas décadas de prohibición no han servido para nada en términos de erradicar su cultivo o reducir su consumo. Es una realidad ya universalmente aceptada, pero subsisten vacíos sobre cómo reglamentar su comercio e impacto en la salud pública en un país como el nuestro.
Para no hablar del fenómeno de la cocaína, de la cual Colombia sigue siendo primer exportador mundial. No habrá paz mientras el campesino cultivador no decida voluntariamente erradicar sus hojas de coca, dijo en días pasados el presidente en otro de sus genéricos diagnósticos. No por eso equivocado sino simplemente utópico, mientras ese campesino no tenga alternativas reales de progreso.
Son las que pretende ofrecer la política agraria de Petro y en esto, al menos, es de esperar que acierte.
P.S.: El desconcierto por el acercamiento de Trump a Putin recuerda el que hace cincuenta años causó la sorpresiva visita del muy conservador presidente Nixon a Mao Zedong, líder del radical comunismo. Aquel fue un audaz golpe diplomático que aprovechó la rivalidad de entonces entre Moscú y Pekín, debilitó la influencia global de la Unión Soviética y le dio más juego geopolítico a Estados Unidos.
Hoy Trump privilegia la relación con Rusia por encima de la que su país ha tenido siempre con Europa y de las advertencias de que esta estrategia le puede salir cara. Poco le importa. Sigue empeñado en mangonear a sus vecinos con amenazas tarifarias y en fortalecer como sea su poder presidencial. The Economist habla de sus vanidades monárquicas y lo pinta con corona en reciente portada.
Y sigue la inquietud: ¿cómo tratará el rey Donald a Colombia cuando llegue el momento?
Dejar una contestacion