Los Danieles. El florero de Petro

Ana Bejarano Ricaurte

Ana Bejarano Ricaurte

El 20 de julio es una de las fechas más importantes para la nación colombiana, no solo en su historia sino para su identidad. Ese día celebramos la independencia de los criollos de la Corona española, pero lo cierto es que ni la pelea buscada con el señor Llorente para avivar la llama independentista ni la fecha marcan la consecución de la libertad nacional. El grito duró veinte años, hasta 1830, cuando se disolvió la gran Colombia y realmente empezó la vida republicana e independiente.  

El suceso histórico fue ideado por Antonio Morales, miembro del cabildo de Santafé, quien propuso la provocación de una pelea con el español José González Llorente, aprovechando el tumulto de campesinos y comerciantes que concurrían a la plaza el día del mercado. Tenía la certeza de que la negación del español a prestar un florero que después, roto, garantizó el símbolo para el inicio de un proceso independentista despertaría una revuelta. Faltaban batallas, patrias bobas, declaraciones y décadas para consolidar la república colombiana. 

Y claro que es minucia histórica caprichosa, pues ningún proceso de tal magnitud ocurre en un solo día y la mayoría de gestas políticas trascendentes han sido planeadas o provocadas. Pero no deja de ser relevante que la fecha elegida sea la celebración de algo que ese día no concluyó y además resultó de un ajedrez político cuidadosamente esbozado. 

Como si la celebración patria el 20 de julio sea también la aceptación de que somos un eterno proyecto inconcluso, casi perdido en el tiempo. Como si la rotura calculada del florero fuese la declaración de que no ocurren cambios estructurales en Colombia, sin que un grupo de señores poderosos lo avale e impulse. 

La misma puesta en escena del pasado jueves es una prueba de ello. El gobierno del cambio atrapado, o plácidamente acomodado, en la maquinaria de la política colombiana de siempre. La agenda legislativa de Gustavo Petro secuestrada por un Congreso que no supo manejar, porque no ha podido vender su mensaje, porque su bancada está atomizada y es inexperta, porque propone cambios agresivos, porque no ha repartido suficiente mermelada o no ha descubierto bien en dónde esparcirla, porque no ha logrado aquerenciar a los dueños de los clanes y mafias políticas, o una mezcla disonante de todas esas razones.  

Un Congreso, tras siglos de promesas incumplidas, aún cooptado por los mismos señores politiqueros; un eterno deja vú donde hace tres días nombraron presidente del Senado a otro de los Name: un desconocido o conocido por las cosas que aceitan fácilmente la llegada a la Presidencia del Congreso.

Un presidente que ofreció otra diatriba inteligente pero mareadora; un continuum de ideas regadas en algo tejidas entre sí por el extraviado verbo de Petro, ejercicio de gimnasia lingüística que duró 2 horas. Un gobierno que propone remover todas las estructuras, pero parece desbordado y desconcentrado. Como sea, se prepara para torcer o consentir el brazo de quienes se oponen a sus reformas legislativas con las que prometen cambiarlo todo, como si alguna ley fuese la receta para garantizar el cambio institucional y social que nada que llega. 

Y así todos los 20 de julio: la celebración de lo que quisiéramos ser, pero no somos; de los procesos pendiente; de las promesas futuras; de los floreros rotos. Muy diciente resulta que el día en que celebramos nuestra independencia sea apenas un sacudón orquestado que tardó décadas en consolidarse.

Ahora, en 2023, la gran gesta institucional de nuestro proyecto de nación es el vencimiento de las mafias y oligopolios que se apoderaron de la política, que tal vez la ostentan desde 1810. En esa lucha ni se ha cantado bien el grito, porque todos los que prometen el cambio acaban muertos o cooptados. Es la máquina inescapable de la cosa pública colombiana, es el ciclo interminable que tal vez también resulta de celebrar la historia que no es.

La verdadera revolución de Petro no resultará de arrastrar sus reformas por un Congreso que poco le camina. Tampoco vendrá de lo que sí sería novedoso, como la develación de todo lo que ahí ocurre, de cómo se hila el poder económico y social, porque la obsesión con pasar leyes lo invita irrevocablemente a alimentar la máquina de la politiquería. Romper ese florero viciado sí sería un grito imborrable en la partitura de nuestra historia. Sería, como la fecha patria, apenas el comienzo de un cambio que, aunque no da espera, tardará décadas en completarse. 

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