Los Danieles. Cosas que gritaría en el balcón

Daniel Samper Ospina

Daniel Samper Ospina

Intenté seguir las trascendentales noticias de la semana desde el televisor central de la casa —y por noticias de la semana me refiero al balconazo de Petro,  los pormenores del baile de doña Verónica en España, los tenis de la ministra de Minas, las vacaciones de Uribe en San Andrés y demás titulares importantes—, pero inevitablemente mis hijas me lo impedían: ahora que entraron a la adolescencia como la exministra Cecilia López al desempleo, mi vida es una constante esclavitud frente a sus caprichos.

Ya había averiguado a la fuerza que ser papá es perder la libertad: que ser papá es no volver a dormir; comer ruinas de helados cuando son chiquitas; pasar la vida entera rogando que apaguen las luces si no están en el cuarto. Pero hace poco descubrí que ser papá de adolescentes es diferente: es ser víctima de un verdadero Estado opresor y una pequeña élite por culpa de los cuales uno ha de soportar todo tipo de ignominias:  mis hijas sintonizan estruendosas emisoras en que retumban letras de reguetón; me obligan a ver series que solo tienen sentido para ellas; me piden ayuda en las tareas a última hora, generalmente los domingos, generalmente de noche: solo falta que suene la música de Don Chinche para que el déjà vu existencial destroce los pocos nervios que me quedan. A mis 48 años regresé al grado noveno y sufro como entonces por sacar una derivada, por despejar una equis. 

Aunque prefiero sacar derivadas a sacar el carro, especialmente de noche. Porque lo más difícil de padecer la adolescencia de las hijas es sin duda la logística nocturna: aquel momento en que uno las recoge en una fiesta y observa, con pavor, que aparecen en escena acompañadas de un cuarteto de amiguitas que viven en los cuatro puntos cardinales de la ciudad, a las que tendrá que repartir entre bostezos a lo largo de hora y media (mientras sintonizan, cómo no, una emisora de reguetón).

Mi paciencia llegó a tope la noche del jueves cuando me desplomé felizmente en el sillón para observar el resumen de noticias semanales del noticiero de Caracol.

—Levántate que vamos a ir a la casa de María —ordenó la mayor.
—¿Perdón?
—Perdonado —agregó la menor—. Por hoy puedes llevarnos así, en sudadera. Pero sin la ruana.

En vano resultó advertirles que estaba dispuesto a trabajar como conductor únicamente los fines de semana; no en las noches de días hábiles; que, en lugar de ir a donde María, debían dormirse temprano, hacer tareas: obedecer. Que además necesitaba estar al tanto de las noticias para poder opinar sobre ellas, máxime en este momento de efervescencia y calor en que el presidente de la República Gustavo Petro amenaza con treparse en el balcón como si fuera el precio del dólar y lanza emocionantes vibratos para que los suyos se tomen las avenidas con profunda irresponsabilidad, sin pensar en las consecuencias que padecerán sus seguidores ahora que salir a la calle es un auténtico peligro.
 
Pero yo no tengo mayorías en mi casa, esa es la verdad. Y las veces que he procurado hablarles con vehemencia, su mamá —la mamá de las niñas, quiero decir— se declara en independencia y las apoya en secreto.

De modo que, esta vez, electrizado por el ejemplo presidencial que observaba en la pantalla, decidí dar un golpe en la mesa, arrancarme el yugo español que me apretaba el cuello como si se tratara de la Orden Isabel la Católica, y declararme en rebelión; e improvisé un rincón en el corredor de la sala desde el que me trepé a una silla, a modo de balcón, para radicalizarme de una buena vez. 

Con una cartulina enrollada como megáfono las increpé: 

—U ordenan el cuarto o les saco a la gente a la calle —les dije—; o recogen la ropa o se les viene la revolución. ¡Ese cúmulo de normas del establecimiento maleducado que ustedes representan desde hace 15 y 16 años no será impedimento para que llegue el cambio, privilegiadas!

Abrieron los ojos con tanto asombro como el que yo sentí al darme cuenta de que los recursos para ganar un mínimo de gobernabilidad como padre de familia funcionaban: “¿con qué tema polarizo, con qué las asusto?”, pensaba en medio de mi alocución. “¿Cómo consigo que se dividan para atomizar sus fuerzas, cómo brinco la división de poderes que tienen con su mamá —la de ellas, quiero decir: la de las niñas— para sacar adelante mi agenda de padre protector?”.

—Os digo lo mismo que el presidente Petro dijo a sus seguidores: ¡si me toca apelar a la movilización, lo haré! ¡No sacaré más derivadas! ¡No despejaré más equis! ¡En la madrugada solo repartiré amiguitas que sean vecinas! ¡El pueblo no puede dormirse, y en eso se parece a mí, por culpa de ustedes!

Cuando terminé mi esmerada alocución, en el recinto de la sala solo quedaban el perro y los dos gatos, pero no se me ocurrió pensar que mi popularidad había mermado. Al revés: supuse que el pueblo se había dispersado con la conciencia plena de permitir los cambios que acababa de plantear, so pena de atenerse a las consecuencias. 

Libre de presiones, entonces, me dispuse al fin ver las noticias: salido de sí, el presidente Petro decidió declararse jefe del fiscal Barbosita mientras este se victimizaba y lo llamaba dictador, y los hinchas de cada tribuna aplaudían a rabiar al líder de su gusto mientras la pelea crecía (y caían más líderes sociales asesinados, y más personas perdían sus empleos, y más niños sufrían de hambre). 

Y fundido ante semejante catarata de informes sobre nuestra realidad delirante, rogué a mis hijas que me permitieran choferearles para no observar más noticias; y recibí sus órdenes con humildad, y ese fin de semana repartí obediente a sus cuatro amigas de direcciones puestas, mientras me consolaba con la idea de que, mal que bien, a esas horas de la madrugada las avenidas estaban despejadas. Aunque nunca tan despejadas como equis.

 


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