Daniel Samper Ospina
Busqué a Arturo Uría, el padre de Emaús que oficiaba como asesor espiritual de Oscar Iván Zuluaga, para confesarle que fui yo quien desapareció el parlante con que mis hijas oyen reguetón, en particular canciones de un señor llamado Anuel, tartamudo él, boqueto, cuyos mugidos de ternero herido debo soportar todas las noches hasta altas horas de la madrugaba. Soñaba con buscar al padre en la misma dirección que señalaba Zuluaguita en los audios que Daniel García Arizabaleta —su ex compinche— filtró para fulminarlo, por allá en la calle 86 con 16, y ser verdaderamente trasparente con él. Decirle:
—Padre, acá hay un secreto de sangre que tenemos con mi esposa y es que detesto a Anuel, detesto sus problemas de dicción y yo escondí ese parlante. Quiero que me diga qué debo hacer; soy un hombre de fe.
Y pedirle de paso que me absolviera de mis pecados, en especial de la envidia, que me corroe cada vez que observo al propio jefe de Zuluaga, don Álvaro Uribe Vélez, ese bondadoso abuelo a quien todos los suyos engañan con sevicia mientras él, ay, solo responde con paciencia. Quién fuera él. Un ser de luz, como el propio padre Arturo. Un ángel. Como su amigo Guillo.
La idea de buscar al padre surgió cuando escuché las famosas grabaciones que demostraban, por un lado, el conocimiento absoluto de Zuluaguita sobre el ingreso de dineros de Odebrecht a su campaña, y, por el otro, su amistad con un sacerdote de confianza que bendecía sus torcidos de campaña en el 2014, cuerpo de Cristo.
Recuerdo aquellas elecciones y todavía se me quiebra la voz, como a Anuel cuando canta. O cuando habla. O cuando emite cualquier tipo de sonido gutural. El logotipo de la campaña Zuluaga presidente era una Zeta, de Zorrillo, porque hedía. Gracias a la adhesión de la loca de las naranjas, Zuluaguita obtuvo el triunfo en la primera vuelta y parecía inevitable el regreso de Uribe al poder. Lo imaginaba caminando por los pasillos de las caballerizas de Usaquén, cargado de tigre, con un listado de presos políticos en la mano para asignar las celdas de tortura él mismo en persona. La sola posibilidad de que me tocara compartir camarote con Hollman Morris no me dejaba dormir.
Pero, como si se tratara de un milagro gestionado por el propio padre Uría, estalló el escándalo del hacker san Andrés Sepúlveda, y aquel candidato a quien despectivamente comparaban con un títere se desgonzó en el escenario de la segunda vuelta, y ni siquiera asistió a los debates: se quedó sin cuerda. Sin cuerdas, mejor: ni siquiera vocales. Tampoco las de los brazos, mi pobre marioneta.
Para ese momento el candidato ya había viajado a Brasil a cerrar la asesoría del propagandista Duda Mendoza, cuyos servicios serían financiados por Odebrecht, y lo hizo acompañado de su mano derecha, el corrupto Daniel García Arizabaleta, y de un pichón del partido al que todos querían —pichón en el sentido de joven—: el promisorio joven Iván Duque, quien, según lo confesó alguna vez, en el momento en que se iban a debatir los asuntos más sucios del negocio, se levantó al baño. Fíjense cómo es la vida: no quería quedar salpicado, temía untarse. Y entonces huyó al inodoro más cercano para quedar excusado, valga la redundancia.
Pasaron nueve años y el escándalo quedó como el público de Zuluguita en sus discursos: dormido. Iván Duque protagonizó una carrera meteórica que lo catapultó del baño del restaurante a la Presidencia de la República y Daniel García Arizabaleta fue premiado con diversas cuotas en ese mismo gobierno: Duque le nombró a la esposa, le nombró al sobrino y le nombró al hermano, cuando, por su pasado delictivo, a lo sumo ha debido nombrarle la madre.
El propio Zuluaguita, por su parte, aquel personaje vampiresco de entrecejo fruncido y colmillos chorreantes, nacido en Transilvania, Caldas, se postuló de nuevo a la Presidencia en el 2022 en una campaña en que lo vimos volar (aunque jamás de día: siempre cuando se ocultaba el sol): acogido por el Centro Democrático, se calzó unos tenis rojos, se caló un enorme sombrero wayúu y se convirtió en tiktoker; y, tras obtener un número de seguidores en su cuenta que lo dejó satisfecho, se retiró de la política.
Pero no para siempre, porque esta semana —retomo— reapareció como protagonista de esos audios en que pedía a su cómplice visitar al padre Uría: “es aleccionador —le decía—, es un padre muy especial”. Como lo es, por otro lado, el propio doctor Zuluaga, porque ¿qué otro padre nombra a su hijo representante legal de una campaña y acto seguido consigue recursos ilegales para esa misma campaña? He ahí un papá modelo por culpa del cual el hijo terminará en la ídem.
Pero así era el doctor Zuluaga: un hombre devoto. A diferencia de Juan Manuel Santos, que era un hombre de bótox. Un hombre devoto o de votos, para decirlo en plural, porque soltaba amarras éticas en elecciones, como todos. Por eso no vio problema en juntarse con los ejecutivos de Odebrecht pese a que despertaban todo tipo de sospechas: ¡si incluso uno de ellos se había reunido con Tomás Uribe en Panamá! ¡Así de sospechosos eran!
Escucharlo hablar sobre el presbítero de Emaús me hizo suponer que ese era el padre que yo mismo necesitaba para sofocar mis propias culpas. Soñaba que el cura me dijera:
—Uno tiene que protegerse ante la maldad de los demás; a usted nada lo obliga a no proteger a su familia del reguetón de Anuel: esconda ese parlante, bote eso.
Entonces respiraría aliviado y pediría al padre una oración por la unión de nuestros líderes políticos: que en el nombre de Cristo los escándalos electorales de cada uno sean motivo de hermanazgo y unidad. Sí: es posible que falte por caer el otro Anuel, Juan Anuel Santos, por la misma causa de Odebrecht. Y probablemente Nicolás Petro termine en prisión. ¿Pero no sería sano que le tocara la misma celda del hijo de Zuluaguita y que de ahí surja una amistad que hermane al país? ¿No sería sano que los Petro regalen un masaje de Nerú a Oscar Iván, cuya espalda tiene más nudos que la de mi tío Ernesto en el 94?
Tomé, pues, el carro; subí por la 86, agarré la 16. Pero nunca encontré al padre Uría, esa es la verdad. Ni siquiera la sede de Emaús. Y carcomido por la culpa, esa misma noche devolví el parlante a mis hijas que de inmediato lo utilizaron a altísimos decibeles. “Me lo merezco”, pensaba mientras me desvelaban los mugidos de Anuel en una verdadera sesión de tortura como la que padecimos con Hollman en las caballerizas de Usaquén.