Los Danieles. Ciudadanías degradadas

Ana Bejarano Ricaurte

Ana Bejarano Ricaurte

Criticar a políticos populistas como el presidente Gustavo Petro despierta respuestas feroces. Unas sembradas en granjas de bots y otras orgánicas provenientes de una base que promete fidelidad irrestricta. Lamentablemente, entre estas réplicas muy pocas se dedican a contestar argumentos o a plantear en qué flaquean los reproches. La moneda corriente es la descalificación del contrario. 

A las voces femeninas nos toca una forma especial de descalificación, atada a la resistencia patriarcal de que se nos escuche en público. Por supuesto que el micrófono viene con la obligación de soportar regaños, incluso las agresiones verbales que se multiplican en redes sin control real alguno. 

De las que me tocan he identificado por lo menos dos tipos: los perezosos de siempre con sus “perra”, “zorra” y otros apelativos que buscan sexualizar para vender la ficción de que habla una vagina más que un ser pensante. Pero hay otros más pacientes que se toman su tiempo para recordarme que no soy más que una hija, una “niñita”; además de eso, profundamente privilegiada, que no tiene los méritos, derecho o legitimidad para participar en el debate público. 

Y en algo sí tienen razón algunos de esos odiadores de pupitre porque de mis 36 años de vida, he pasado los últimos 17 estudiando y trabajando para sacudirme esa percepción, incluso muchas veces propia, de que no merezco ninguna de mis oportunidades o logros. No hacerse esa reflexión en este país ladeado en donde la cuna sí determina las posibilidades de avanzar en la vida sería un horrible caso de arrogancia y miopía (que también me endilgan cuando se trata de criticar al presidente). 

Claro que soy una delfina. Tengo la fortuna de haber crecido en una casa con dos grandes juristas, junto a una hermana brillante, amorosa y cómplice, en un hogar lleno de privilegios, no solo materiales sino afectivos, un lugar lleno de amor y lealtad vigorizante. Todo eso me hizo lo que soy, sí, me debo a ello. 

No usaré estás páginas para hacer una defensa de mi hoja de vida o si ella ha aportado en algo al bienestar general, porque además no se trata de eso. La idea de esas críticas, por lo menos las que he visto, no es plantear falencias en la argumentación sino reaccionar rápidamente para descalificar y por esa vía invitar a la autocensura. Recordarme sin sosiego que soy una hija eterna, no solo de Ramiro sino de Los Danieles, que no tengo agencia o capacidad para pensar de manera independiente. Una forma de misoginia que se siente sofisticada, pero es burda y tristemente identificable.

El problema real para nuestra democracia es que ninguno de esos eruditos de sótano se detiene un segundo a contemplar los argumentos del contrario. No hay un instante en el que se permitan considerar el otro lado de las ideas, porque sus falacias ad hominem ya los han autorizado a no tener que escuchar a nadie sino a sí mismos.

Este problema no es nuevo. Fanaticadas así se han visto antes en Colombia; tal vez con la misma intensidad y compromiso, solo la uribista. En las semejanzas que existen entre los proyectos de Álvaro Uribe y Gustavo Petro quizá esa es la que más resuena: la capacidad que tienen de borrar en las mentes de sus seguidores el discernimiento de la realidad. El impulso que promueven para desaparecer al contrario, despreciarlo y por esa vía no tener jamás que escucharlo. Es el liderazgo político que depende de la degradación de la ciudadanía pensante.  

Distinto sería el resultado para las fibras democráticas si en esa lealtad también hubiese algo de introspección. No para retirar su apoyo a un proyecto político en el que creen, sino para aportar algo útil; generar discusiones nutridas sobre el contenido y origen de las críticas. O incluso para hacer entrar en razón a su líder con quien parecerían empujarse mutuamente hacía la radicalización irreversible. 

Un sector de ese petrismo que pisa fuerte en la plaza pública podría abrir una discusión vigorosa y útil, pero andan ocupados buscando a otros responsables, esparciendo resentimiento, elucubrando justificaciones absurdas y descalificando las voces críticas por lo que son y no por lo que dicen. Sin tomarse la molestia siquiera de argumentar por qué lo que son determina o explica lo que dicen.  

Sugiero, eso sí, que no se desgasten buscando otros culpables por las boberías o aciertos que publico en estas páginas. Nadie me dice qué pensar o cómo decirlo. Y no se ocupen de andar vomitando odio por esta columna de esta “gomela de mierda”: hoy no podré atenderlos porque estaré ocupada celebrando a mi mamita. 

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