Los Danieles. Así acabaron los babilonios

Daniel Samper Pizano

Daniel Samper Pizano

Dice la Biblia que el paraíso terrenal estaba situado en la Mesopotamia, exactamente entre los ríos Tigris y Éufrates. También menciona comarcas que hoy llevan nombres diferentes: Aram es Siria, Persia son Irán e Irak, Anatolia es el sur de Turquía, Moab es Jordania, Filistea es Palestina, Judá es Israel…

A este pequeño trozo de tierra en el Asia Menor, equivalente a un tercio de Colombia, le debemos muchos elementos de lo que históricamente llamamos civilización. Es decir, el conjunto de costumbres, creencias y saberes de un grupo humano en estado de evolución y progreso. Vale la pena repasar algunas lecciones de historia que se enseñan, o se deberían enseñar, en el colegio.

Hace cerca de 12.000 años se ideó en Göbekli Tepe (Turquía) el cultivo del campo, una de las mayores revoluciones de la historia; hace 9.000 nacieron las primeras ciudades; hace 5.000 se produjo en Sumeria el invento genial de la escritura, a base de signos en forma de cuña escritos en tejas de barro (cuneiforme); hace 4.000 surgió el dinero; de la misma época datan algunos de los primeros códigos, como el del rey babilonio Hamurabi y su famoso “ojo por ojo”. En esta región enmarcada por ríos bíblicos y altas cordilleras brotaron reinos fabulosos (Nínive, Asiria, Babilonia), personajes legendarios y multitud de religiones (entre ellas la cristiana).

El historiador inglés Paul Kriwaczek (1937-2011) afirma en su libro sobre Babilonia y la Mesopotamia (2010) que, en dos milenios y medio, Sumeria “inventó o descubrió casi todo lo que asociamos con la vida civilizada”.

También allí se fundaron el primer imperio multinacional (Sargón de Acadia, hace 43 siglos), el primer ejército organizado (Tiglat-Pileser III de Asiria, hace 30), y, como consecuencia, pululó infinito número de guerras, millones de muertos, traiciones y crueldades inimaginables. En fin, todo lo bueno y todo lo malo que acompaña al ser humano.

Babilonia fue probablemente la urbe más fastuosa que conoció la región. Fundada en 1894 a. C., un siglo después era la más poblada del mundo y una de las principales, aunque China, India y Egipto fueron también epicentros de comercio y cultura. Tuvo la antigua Babel un primer periodo dorado en los siglos XIX y XVIII a.C.. Luego, un periodo oscuro dominada por invasores asirios, pero volvió a surgir bajo el reinado de Nabucodonosor, entre 609 y 539 a.C. Ahora bien: uno se pregunta qué fue de todos estos pueblos, reyes y guerreros, y qué de tan opulentas concentraciones urbanas. El mapa revela que algunas desaparecieron, otras perdieron importancia y solo unas pocas siguen aún operativas, como diría el lenguaje burocrático. De este punto surge otro interrogante: ¿qué cambió la suerte de estas ciudades hasta llevarlas a su desaparición?

Las causas habitualmente sospechosas son las guerras, los imperios arrasadores, los gobernantes ineptos o corruptos… En suma, los babilonios desaparecieron porque no supieron combatir y los pueblos vecinos acabaron con ellos. 

Sin embargo, la nueva, sorprendente y verdadera conclusión es otra. Desde hace años toma fuerza una versión diferente de la historia, más documentada, más científica y mucho más aterradora. Según ella, las comunidades que hace doce milenios inventaron el cultivo de la tierra y sus sucesoras fueron víctimas, en el fondo, de un enemigo mayúsculo: la estupidez humana frente a la naturaleza. Aplicando cálculos sofisticados y estadísticas complejas, un grupo de científicos señala que la incapacidad de responder debidamente a los cambios naturales condujo a muchas civilizaciones al desastre. Cuando el calor secó los cultivos, cuando las lluvias anegaron las sementeras, cuando el viento deshojó las plantas, cuando el hambre se impuso, los pobladores emigraron en busca de mejores tierras.

Así empezaron muchos conflictos, y así surgió la interminable caravana de emigrantes paupérrimos que, milenios después, aún buscan sobrevivir en medios hostiles. “Al disminuir la lluvia —señala Kriwaczek—, los grandes ríos fluían más despacio y menos hondos, la irrigación se volvía más difícil y era imposible producir suficiente comida. El cambio de clima movilizaba a los pueblos bárbaros de los alrededores y estos descendían de todas partes para apoderarse de lo que pudieran”. 

Dos profesores de Estados Unidos y China (Ashish Sinha y Gayatri Kathayat) confirman la tesis que señala la enorme responsabilidad de las catástrofes ecológicas en ciertos giros de la historia. Según ellos, solo así se explican la decadencia y desaparición del imperio babilónico y la inesperada ruina del estado neoasirio, potencia económica y militar que irradiaba desde la ciudad de Nínive. “El cambio climático fue la proverbial espada de doble filo que primero contribuyó a su ascenso meteórico y luego a su precipitado colapso”, escriben. De la antigua grandeza de Nínive y Babilonia solo quedan cascajos miserables.

La revista Terra Antiqva publica la conclusión contemporánea de los dos profesores acerca del derrumbe: “En el siglo XXI, las personas tienen lo que los neoasirios no tenían: el beneficio de la retrospectiva y muchos datos de observación. El crecimiento insostenible en regiones políticamente volátiles y escasas de agua es experiencia probada para el desastre”.

Hay otra conclusión más universal. Aunque los negacionistas lo rechacen, el manejo inadecuado de la naturaleza sí tumba imperios. Cuando se trataba de desastres regionales, afectaba al imperio regional. Por simple regla de tres es posible afirmar que ahora, cuando el desastre es mundial, afectará a todo el planeta. Ya lo está haciendo de manera grave. Todo sugiere que terminaremos como los babilonios: hechos polvo y a un paso del olvido.

ESQUIRLA. Pésima decisión la de los indígenas que se tomaron las instalaciones de Semana. El propio Gustavo Petro los descalifica. Plena solidaridad con el medio agredido y plena defensa de la libertad de prensa.
 

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