Los Danieles. «Aquí estoy y aquí me quedo»

Enrique Santos Calderón

Enrique Santos Calderón

Fue la frase que inmortalizó en los años noventa el presidente Ernesto Samper cuando medio país pedía su renuncia por las revelaciones sobre el ingreso de dineros del Cartel de Cali a su campaña electoral.

Había perdido el apoyo de la clase media y alta, Estados Unidos le quitó la visa, sus ministros renunciaban, las Fuerzas Armadas vacilaban, medios y columnistas (el suscrito entre ellos) pedían que se fuera. Pero Samper dijo: “aquí me quedo”. Se apoyó en el Congreso y en la clase política, en un inteligente discurso contra las élites bogotanas y en el susto de los “cacaos” ante el vacío de poder que se crearía. Y se quedó, aunque el manejo del escándalo consumió la mitad de su gobierno.

El llamado proceso ocho mil fue la más seria crisis política que vivió Colombia en esa década y en algunos aspectos evoca a la que hoy sufre el presidente. Aquel discurso del “aquí me quedo” podría compararse con el reciente de Petro en Cartagena sobre el comienzo del “golpe blando” (ahora habla de “golpe de Estado”) y la conspiración oligárquica para separarlo del poder. Con obvias diferencias de tiempo y talante: la de Petro es una defensa más belicosa en un lenguaje más leninista que samperista. 

Su nuevo llamado a que el pueblo salga a la calle y “rodee los centros de poder de Colombia” no debe tomarse a la ligera. Ni tampoco el reiterado sabor de lucha de clases que le imprime a sus mensajes ante el empantanamiento de su programa de reformas. Para no hablar de lo que se cocina en el Consejo Electoral, que mal podría desbordar sus funciones ni echarle leña al fuego. Una cosa es una legítima indagación sobre violación de topes en una campaña electoral y otra la pretensión de ambientar una especie de juicio político al primer mandatario.

El caso es que en medio de las quejas de que no lo dejan gobernar, Petro se torna más beligerante. Y sus discursos más tremendistas: en Cartagena anunció que la ciudad podría desaparecer algún día bajo las aguas por efectos del cambio climático, mientras a menos de mil kilómetros se volvía a reventar el dique de La Mojana, al que se le han invertido más de cincuenta mil millones en estos dos años. Tragedias que se supone que la Unidad de Riesgo (UNGDR) debe evitar, pero que la corrupción hace posibles.
 
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Mientras tanto, entre asombrados y asqueados los colombianos seguimos el escándalo de los carrotanques de La Guajira, que cada día trae una revelación más deplorable que la anterior. Aun en un país saturado de corrupción, el espectáculo indigna. Por el cinismo y descaro de sus protagonistas que cuando son pillados se declaran inocentes, calumniados o amenazados e invocan el manoseado “principio de oportunidad” para eludir penas y culpar a cómplices, que a su vez acuden al mismo principio y nombran a otros culpables en un grotesco carrusel de denuncias y contradenuncias donde abundan las acusaciones y no aparecen las sanciones.

Este caso ha causado especial impacto porque robarse fondos destinados a llevarle agua a pueblos marginados y sedientos bate récords de bajeza. Destapó además una olla podrida que salpica a presidentes de Senado y Cámara, a congresistas y políticos de distinto pelambre y a altos funcionarios del Estado. Comenzando por el que se suponía debía solucionar crisis como las del agua en La Guajira: el tristemente célebre Olmedo López, exdirector de la Unidad de Riesgo, donde se incubó este último escándalo, que ya le pidió perdón a Petro (a quien financió generosamente), anunció confesión y exigió seguridad porque su vida —dice— corre peligro. En la cárcel estaría más seguro.

No se trata en todo caso de algunos “colados” que traicionaron a Petro como dijo el nuevo director de esta Unidad Carlos Carrillo (que parece un tipo serio), sino de personas nombradas por el presidente, como el cuestionado Olmedo. Tampoco quiere decir que este personaje sea un distintivo de este gobierno. Simplemente encarna un viejo mal que corroe al Estado colombiano. La corrupción política y administrativa trasciende ideologías y gobiernos y contagia a todas las ramas del poder público. Tan arraigada y omnipresente que algunos de los avivatos hoy investigados dicen que pensaban que se trataba de “una política de Estado”. El colmo del cinismo.

Es una práctica delictiva “profesional y estructurada”, dijo Petro al recordar que toda su vida ha combatido este flagelo. Cierto, y es triste que no haya podido evitar que contaminara a su Gobierno y a su propia familia. Se pensó que un mandatario que hizo carrera denunciando la corrupción estaría más preparado para afrontarla una vez en el poder. Vana ilusión. Penetra por la derecha, centro o izquierda. Con dos años por delante, el presidente vive situaciones que empañan su prédica de una izquierda sin rabos de paja en el plano ético.
 
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Sé que resulta repetitivo y hasta cansón insistir tanto en el tema de la corrupción. Su entramado se ha vuelto tan amplio y complejo que lleva a pensar que nada hay que hacer. “No es una mafia cualquiera”, dijo en La Wel abogado experto en contratación Ferney Garcerá, que trabajó en Fiduprevisora y desde 2021 denunció las irregularidades en los contratos de Gestión de Riesgo. Sin resultado alguno, salvo su renuncia por el acoso laboral al que fue sometido.

El exfiscal Gómez Méndez insiste en que el país tiene los instrumentos jurídicos para sancionar con confiscación de bienes y hasta quince años de prisión el enriquecimiento ilícito de servidores públicos. ¿Cuándo será ese cuándo?

Tal vez cuando exista una voluntad política de veras capaz de ponerle fin a tanta vagabundería.

Un panorama desolador, en fin, ante el cual dan ganas de tirar la toalla. Falta ver qué confiesan los arrepentidos del escándalo de los carrotanques de La Guajira y qué castigo reciben. O, mejor dicho, qué beneficios. Porque así es la vaina.

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