Enrique Santos Calderón
Varias veces me he referido aquí a la inescrutable personalidad del presidente y a sus sistemáticos incumplimientos.
Pero después de su no asistencia al final de la cumbre amazónica en Brasil —tema tan suyo— del retraso en la cita con el presidente suizo que vino a visitarlo a Bogotá y de brincarse en Cartagena reuniones con lideres sociales y a empresarios de la Andi, toca ya preguntarse seriamente, como lo hacen cada vez más colombianos: ¿qué le pasa a Petro?
Tantas ausencias y tardanzas no tienen explicación salvo que medien causas médicas o trastornos de otra índole, que los colombianos desconocemos. Y que tenemos derecho de conocer. El estado de salud de un presidente es asunto de supremo interés público y no es lícito ocultar o disimular cualquier impedimento físico, mental o emocional que afecte el desempeño de su responsabilidad como jefe supremo del gobierno.
Según estudios médicos, la impuntualidad reiterada esconde razones fisiológicas, psicológicas y sociales, y en algunos casos puede revelar incluso desórdenes de la personalidad. También puede obedecer a simple falta de organización, disciplina o buena educación. Denota en cualquier caso una total falta de respeto por el tiempo de los demás y desdice de la dignidad de un cargo en el que representa a toda la Nación.
Este reiterado incumplimieto se presta además para toda suerte de ácidos comentarios sobre posibles problemas de alcohol o drogas, que reflejan más la naturaleza venenosa de las redes sociales que lo que podría ser una explicación verdadera. Más seria me parece la hipótesis del periodista Mauricio Vargas que habló de altibajos emocionales y tendencias depresivas que afectan al mandatario, atribuibles a traumas ligados a su pasado guerrillero, cuando era muy joven.
Es posible, aunque un presidente que desaparece durante días enteros como hizo Petro en París, alimenta toda suerte de especulaciones. Según Vargas, personas del entorno presidencial relacionan estas ausencias con sus bajas emocionales: “momentos en que él no quiere ver a nadie, no quiere asistir a eventos, no quiere hacerse presente en actos públicos”. Nos puede pasar a todos, pero no todos somos crónicamente impuntuales ni presidentes de la Republica.
La transparencia plena es el mejor remedio contra la maledicencia callejera. Su colega y amigo chileno Gabriel Boric aceptó durante su campaña presidencial que tomaba medicamentos para ciertos problemas emocionales y depresivos y no hubo escándalo. ¿Qué tal que Petro hiciera lo mismo? ¿O que declarara “tolerancia cero a la impuntualidad” para poner fin al problema? El colmo de la ingenuidad tal vez.
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En todo el mundo las condiciones de salud de los jefes de Estado han suscitado siempre intriga y polémica. En regímenes autoritarios es tema tabú. Basta recordar las figuras momificadas que presidieron el final de dictaduras chinas, soviéticas o españolas (Mao, Brezhnev, Franco). En las democracias tampoco ha primado la plena revelación, y en Estados Unidos, por ejemplo, hasta 1967 no existía procedimiento admitido para evaluar la capacidad de un presidente para desempeñar su cargo.
El presidente Wilson sufrió en 1919 un derrame cerebral incapacitante que su círculo íntimo mantuvo en secreto hasta finalizado su gobierno en 1921. Los dolores, fármacos y complicaciones derivados del polio y la hipertensión de F.D. Roosevelt les fueron ocultados al público durante sus tres gobiernos. Reagan, que padecía de cáncer de colon, anduvo medio perdido al final del mandato por una demencia senil asociada. Clinton rehuía el examen público y en una rueda de prensa fue interrogado sobre si había tenido enfermedades de transmisión sexual.
En Francia, siempre tan discreta en asuntos de la intimidad, el presidente Pompidou gobernó mientras sufría un viejo cáncer de la sangre que le hinchó el rostro y afectó de manera notable su desempeño. Ante insistentes interrogantes sobre su estado de salud, en el Eliseo hablaba de una “gripe”. Hasta que su médico informó de una “lesión benigna de origen vascular”. Tan benigna que Pompidou murió un mes después aún siendo presidente. François Mitterrand tenía cáncer de huesos desde que asumióel mando y cuando finalmente se volvió público, en su segundo gobierno, dijo que no era razón para abandonar el poder. “No me han hecho una lobotomía”, explicó secamente. Murió a los pocos meses de concluir su gestión.
Daniel Samper Pizano, quien se ha referido varias veces al célebre libro Esos enfermos que nos gobiernan, me mencionó algunos casos colombianos en la materia. Laureano Gómez, impedido por un derrame cerebral, cedió su silla a Urdaneta y el general Rojas Pinilla acabó tumbándolos a ambos. Episodio muy comentado en su momento fue el del alzhéimer de Virgilio Barco, que condujo a que sus asesores Germán Montoya y Gustavo Vasco gobernaran entre bambalinas durante la segunda mitad de su cuatrienio. También me recordó Daniel que a comienzos del siglo pasado “a Sanclemente lo echó de la presidencia su vice, Marroquín, so pretexto de los males de la vejez, y terminamos en la Guerra de los Mil Días y la pérdida de Panamá”.
Hoy muchos presidentes en las democracias occidentales divulgan exámenes sobre su estado de salud —a veces a regañadientes— y entre candidatos el tema suele generar agrios debates. Como se recordará, Trump acosó de manera inclemente a Biden para que mostrara el suyo.
Lo ideal sería, en fin, que los jefes de Estado se sometieran cada año a una comisión médica del más alto nivel que certificara su estado de salud. Otra ingenuidad, me temo.