Los amigos ausentes

Juan Manuel Roca

No hay amigos muertos, algunos juegan o fingen esconderse para mirar a la noche en pleno día.

Álvaro García cruza una esquina del parque con un balón en el brazo y los dos soltamos pasos hacia la cancha del ferrocarril.

Gabriel Arturo Castro vuelve a soltar el pájaro de su risa, sus palabras se liberan de la jaula de los dientes.

Alberto Rodríguez Tosca golpea en la ventana, me pregunta por la muchacha que nos trae un trozo de azul desde un rincón de La Habana.

Patricia Torres Ilumina la oscuridad de mi cuarto, mensajera de sí misma y me comparte su risa rumorosa.

Su recuerdo es un candil.

El negro Billy suelta su voz en mitad del silencio y dice que viene de parte de una bruja: su voz es pedregosa como el río del tiempo.

María Luisa Mejía cayó del aire a la selva. Iba a entrevistar tortugas agónicas en el Pacífico. Su risa habita aún los rincones de mi casa.

Vuelvo a ver a Héctor Rojas Herazo cosiendo palabras en un lienzo, trayendo de Tolú un mar sin orillas.

Ignacio Ramírez escribe mi nombre en la alineación antes de enfrentar al equipo azul en la cancha cercana al cementerio.

Mario Mejía que decidió irse hacia el silencio regresa a cada tanto cuando escucha la palabra baile.

Augusto Rendón graba mi nombre en una plancha y un caballo negro y arisco galopa en mi terraza.

A Mario Rivero lo encontraba en un barcito orillero, entre humo y milongas fraguaba sus poemas.

Recuerdo que los perros callejeros se abrían a su paso.

Germán Espinosa tejía coronas de humo y acodaba sus brazos en el bastón heredado de un fantasma que encontró en un anticuario de Europa.

Antonio Cisneros que creía que la muerte es un invento de huérfanos, vuelve a llevarme a conocer un puercoespín en Budapest y unos córvidos sin gracia en casa de Poe.

Carlos Vidales me trae un abrazo de parte del sueño y el mapa sin fronteras de su nomadeo.

Fernando Charry recuerda que al pie de un camino vió una pareja abrazada y muerta que parecía amarse.

Como pocas veces apaga su risa y su palabra. Rogelio Echavarría juega al transeúntey anuncia su epitafio: «Al fin voy a morir despacio y solo».

Patricia Durán me acompañó a tocar piano en casa de Genaro Manoblanca y a navegar en el país de las aguas.

María Mercedes Carranza camina un patio florecido, los pasos contados por Silva y nos extiende una mano.

Álvaro Marín repartía boletines de la aurora en las plazas, era buen amigo de sus amigos y un enquistado detractor de poetas y políticos falaces.

Óscar Collazos veía en la espesura del Chocó mariposas sin alas y apresuraba sus pasos a la noche.

Fabián Rendón atrapa la lejanía y suelta pájaros rojos en un linóleo. Me trae del silencio una pluma de arcángel de parte del viento y del verano.

Pepe Sánchez, antes de poner sus manos en un timbal, dirige a sus actores como si en cada función se jugaran la vida.

Todos ellos acuden sin llamarlos.

(A Gloria Estela González, en la memoria).

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