Los alemanes están saliendo a la calle masivamente para plantar cara a la ultraderecha. A medida que aumenta la repulsa ante un oscuro proyecto de deportaciones masivas de inmigrantes que el partido de extrema derecha Alternativa para Alemania (AfD)trató con conocidos neonazis, se aviva un debate que resurge cada cierto tiempo: ¿habría que intentar ilegalizarles?
Las manifestaciones, que este fin de semana sumaron más de un millón de personas en distintas ciudades del país, han dado nueva urgencia a la cuestión, pero el debate en realidad se abrió hace unas semanas, cuando la copresidenta del Partido Socialdemócrata Alemán, Saskia Esken, lo planteó seriamente a principios de enero. Dijo que hablar de ello al menos “sacudiría a los votantes” del partido, les haría conscientes de a qué tipo de formación están dispuestos a apoyar.
La preocupación por el auge de AfD crece a medida que aumenta su popularidad en las encuestas y se evidencia su creciente radicalismo. La formación es ya la segunda en intención de voto a escala federal y todos los sondeos indican que en las próximas elecciones regionales de septiembre en Sajonia, Turingia y Brandeburgo, tres Estados federados en territorio de la antigua RDA, se harían con el primer puesto y más de un 30% de los votos. Cada vez son más los políticos que se preguntan si ilegalizar la formación, o al menos intentarlo, podría frenar ese ascenso que ahora parece imparable.
Como en todo buen debate, hay argumentos sólidos a favor y en contra. Muchos se preguntan también si la batalla legal no acabaría alimentando todavía más a un partido que suele aprovechar el más mínimo revés para presentarse como víctimas de un sistema que trata de silenciarles. Podrían —ya han empezado a hacer declaraciones en ese sentido— alegar que el establishment político recurre a la ilegalización a la desesperada, porque no puede vencer donde se decide la voluntad democrática: en las urnas.
“Es complicado saber si funcionaría o sería contraproducente, pero tenemos estos instrumentos precisamente para evitar un resurgimiento del fascismo en Alemania”, apunta Alice Blum, experta en extremismo de la Universidad de Ciencias Aplicadas IU de Erfurt. “Por un lado, una prohibición no haría desaparecer la actitud mental de la gente. Por otro, habría que analizar, y eso marcaría la diferencia, si estando en el Gobierno pueden poner en peligro la democracia. Creo que el intento de prohibición es totalmente apropiado”, añade.
En el debate, como en tantos otros en la política alemana, se cuela el pasado nazi del país. Adolf Hitler no dio un golpe de Estado; se ganó a los alemanes en las urnas. El fundador del instituto demoscópico Forsa, Manfred Güllner, hace una comparación que él mismo califica de “aterradora”: el apoyo actual a AfD es superior al que tenía el partido de Hitler a principio de los años treinta del siglo pasado. “En las elecciones al Reichstag de 1930, exactamente el 15% votó por el NSDAP [el partido nacionalsocialista], que hasta entonces solo había sido elegido por una pequeña minoría del 2% de todos los votantes elegibles en los comicios anteriores”, escribe en su newsletter. Dos años después ya eran el 30%.
El recuerdo de esos acontecimientos, que desembocaron en la toma del poder por parte de los nazis en 1933, hace que no pocos líderes políticos consideren casi obligado tratar de ilegalizar a AfD, a la que ven como una formación sumamente peligrosa para la democracia alemana. Por si no hubiera indicios suficientes de su radicalización —los servicios secretos de tres Estados federados la han clasificado formalmente como “extremista”, uno de sus líderes se sentará en el banquillo por usar un lema nazi y sus juventudes están bajo vigilancia también por considerarse “un peligro para la democracia”—, la exclusiva del portal de investigación Correctiv sobre la reunión para hablar de deportaciones masivas ha acabado de abrir la espita.
El peligroso concepto de “reemigración”
Esta publicación desveló una reunión secreta en un hotel de Potsdam entre miembros relevantes de AfD y conocidos neonazis en la que se habló de un “plan maestro” para deportar a millones de personas de ascendencia inmigrante, incluidos ciudadanos alemanes con pasaporte pero “no integrados”. Las noticias sobre ese encuentro, al que también acudieron dos miembros de la CDU de su facción más derechista (la llamada Unión de Valores), han puesto de actualidad el concepto de “reemigración”, palabra votada hace unos días como “la peor expresión del año 2023″ en Alemania.
Originalmente, es un vocablo que describe los movimientos migratorios desde la perspectiva de las ciencias sociales (la emigración de retorno, el regreso al país de origen desde el que se emigró originalmente), pero la extrema derecha no lo usa así, sino “como término de lucha para su agenda política”, explica Blum. “Usan reemigración, que en principio suena inofensivo, para disfrazar sus fantasías völkisch [palabra de difícil traducción referida a una corriente etnonacionalista] de querer deportar a masas de personas de Alemania. Son planes para una Alemania aria y étnica que no solo cuestionan nuestra Constitución, sino que pretenden abolir este Estado tal y como existe en la actualidad”, añade.
El canciller, Olaf Scholz, calificó de “diabólicos” los “planes de reemigración” de los extremistas de derecha en un mensaje de vídeo del sábado, a la vez que agradecía a las “decenas de miles de personas” que se estaban manifestando su compromiso con la democracia. AfD llevaba años usando la expresión sin aclarar del todo a qué se refiere con ella, pero la reunión de Potsdam ha encendido la mecha. “El encuentro ha devuelto a la memoria de muchos alemanes la conferencia de Wannsee, que está muy cerca y es el lugar donde en 1942 se celebró una conferencia con altos cargos del Gobierno de la Alemania nazi y dirigentes de las SS para decidir la ‘Solución final a la cuestión judía”, recuerda la socióloga Céline Teney, profesora en la Universidad Libre de Berlín.
En este contexto de clamor público, los políticos de izquierdas son los más decididos a tomar la senda del intento de ilegalización de AfD. El vicecanciller de Economía y Clima, el verde Robert Habeck, lo ve posible. “Hay que reunir pruebas”, aseguró hace unos días. Entre los conservadores hay distintas opiniones. El presidente del Estado más poblado, Renania del Norte-Westfalia, Hendrick Wüst (CDU) les ha llamado “partido nazi extremadamente peligroso”. El líder de la CDU, Friedrich Merz, no está de acuerdo con ese enfoque. Opina que si se quiere recuperar a sus votantes —de los que dice que la mayoría no son nazis, sino desencantados— hay que evitar insultarles. Sahra Wagenknecht, la exdiputada de La Izquierda que acaba de fundar su propio partido de corte populista para arañar votos a AfD, cree que “sería peligroso para la democracia” tratar de prohibirlos.
La ilegalización es técnicamente posible, pero muy difícil. No ocurre desde 1956, cuando se prohibió el Partido Comunista Alemán (KPD). El Tribunal Constitucional ha dirimido en dos ocasiones si el NPD —partido de ultraderecha heredero del nacionalsocialismo— debía ser prohibido: en 2017 determinó que, pese a existir elementos criminales, no está en condiciones de incidir en la vida parlamentaria alemana ni de formar coaliciones para perseguir sus objetivos inconstitucionales. La solicitud de ilegalización la pueden presentar el Gobierno y las dos cámaras del Parlamento y de momento ninguna de esas instancias ha tomado una decisión al respecto.