Editorial
El diplomático estadounidense, fallecido este jueves a los 100 años, intervino en la política mundial mezclando la inteligencia y la falta de escrúpulos
Si alguien ha dejado huella en la historia reciente del mundo a través de sus ideas y de la acción diplomática y política ese es Henry Kissinger. Fallecido este jueves a los 100 años, es uno de los más destacados casos de intelectual dispuesto a comprometerse como hombre de Estado en una etapa decisiva para su país. Durante sus ocho años en la Casa Blanca —primero como secretario de Estado y luego también como consejero nacional de Seguridad—, Washington terminó la guerra de Vietnam, inició la política de distensión con la URSS y abrió las puertas de la futura globalización a la China de Mao Zedong.
Además, con un Nixon acosado por el caso Watergate, fue mérito suyo el alto el fuego en la guerra del Yom Kipur y la retirada de Israel de la península del Sinaí, un armisticio del que saldría el actual mapa de Oriente Medio tras los Acuerdos de Camp David entre el presidente egipcio Annuar el Sadat y el primer ministro israelí Menajem Begin, firmados cuando Kissinger ya no estaba en el gobierno.
En el orden internacional, ahora en plena mutación, la huella de Kissinger es profunda y polémica. Reconocido universalmente por su experiencia, su sabiduría y sus contribuciones intelectuales, también se identifica al diplomático que acaba de desaparecer con la inmoralidad, el cinismo y la impunidad derivadas de su papel en la prolongación de la guerra de Vietnam y los bombardeos sobre Camboya, la inhibición culpable de Washington ante la guerra genocida de Pakistán contra Bangladés o la promoción del golpismo militar en América Latina, notablemente en Chile. En 1973 se añadió un capítulo a la historia universal de la infamia: el mismo año en que Pinochet terminaba de forma sangrienta con el gobierno democrático de Salvador Allende, Kissinger era galardonado con el Nobel de la Paz.
Aunque fue uno de los más destacados talentos estratégicos que ha dado el siglo XX, no ensució sus manos tan solo en defensa de los intereses de Estados Unidos en la penúltima etapa de la Guerra Fría, sino que convirtió sus habilidades y su prestigio en un próspero negocio de consultoría política que le llevó a ser contratado por todo tipo de regímenes durante los últimos 40 años. Así quedó en evidencia cuando George W. Bush lo nombró presidente de la Comisión de Investigación de los atentados del 11-S, cargo al que tuvo que renunciar para evitar un conflicto de intereses cuando se le exigió que revelara la identidad de sus clientes.
A nadie se le escapaba la ambigüedad de su legado como pensador del pragmatismo y del equilibrio de poder en las relaciones internacionales. Fue elogiado incluso por sus mayores críticos y, por supuesto, por algunos de los tiranos que escucharon sus consejos, como Putin y Xi Jinping. Magro consuelo para las víctimas anónimas de muchas de las políticas que promovió.