Lo que en redes sociales ha dejado de ser tendencia, en los territorios se traduce en impotencia y dolor. Amigos y familiares de Marcos Fidel Jiménez Bohórquez tuvieron que despedir esta semana al líder campesino de 51 años en el cementerio La Resurrección de Barrancabermeja (Santander), un municipio a orillas del río Magdalena, en el nororiente de Colombia.
Jiménez formaba parte de la Junta de Acción Comunal de la vereda La Poza, en el municipio de Cantagallo (Bolívar), donde fue secuestrado el pasado 18 de agosto por disidencias de las Farc. Cuatro días después, organizaciones defensoras de Derechos Humanos confirmaron su asesinato en la vía entre Rancho Quemado y Mina Nueva, zona rural de Segovia (Antioquia), a unos 90 kilómetros de donde ocurrió el rapto. El campesino, esposo y padre de dos hijos – una niña de 10 años y otro que está por cumplir 15– es el líder social 110 asesinado en lo corrido de este año, según datos del Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz, Indepaz.
La Asociación Campesina del Valle del Río Cimitarra, una organización del Magdalena Medio a la que pertenecía el líder asesinado, condenó el crimen y exigió la liberación de otros tres compañeros que continúan secuestrados. “Estos inaceptables hechos criminales profundizan la crisis humanitaria que padecemos en nuestro territorio por la acción violenta e indiscriminada de los grupos armados ilegales”, señaló la asociación en un pronunciamiento público. También denunciaron el confinamiento de comunidades indígenas y campesinas por las confrontaciones armadas.
El asesinato de líderes sociales, un fenómeno que se agravó en Colombia tras la firma del acuerdo de paz entre el Gobierno y las extintas Farc en 2016, no se detiene. Desde el acuerdo, han sido asesinados 1.526 de ellos, la mayoría entre 2017 y 2020. El año pasado se reportaron 189 casos, 18 más que en 2021. En lo que va de 2023, los homicidios han disminuido, pero continúan.
Indepaz advierte que el número es elevado, particularmente en zonas con disputas por el control de negocios ilícitos como la minería ilegal o el cultivo de coca. “Con la tendencia actual podrían ser 180 los líderes asesinados al mes de diciembre, una reducción frente a años anteriores. Sin embargo, la situación es cada vez más grave en el Pacífico sur, en departamentos como Nariño y en el norte del Cauca”, enfatiza Leonardo González, director del instituto.
El panorama que muestra Indepaz coincide con el que reveló la representante en Colombia del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Juliette De Rivero. En el primer semestre del año, esa oficina observó una disminución del 19% en los casos verificados de homicidios de líderes sociales en comparación con el mismo periodo de 2022. “Esto es positivo, pero el alto número de defensoras y defensores asesinados en Colombia sigue siendo intolerable”, declaró la representante.
La situación contrasta con un tono de indignación cada vez más débil, que se adapta en las redes sociales según los intereses políticos. El portal de noticias La Silla Vacía encontró que los asesinatos se han invisibilizado porque activistas afines al Gobierno de Gustavo Petro han cesado sus denuncias sobre la inseguridad de los líderes sociales. Ahora es la derecha la que utiliza ocasionalmente el tema para hacer oposición.
Pero una cosa es lo que sucede en Twitter, o X, y otra lo que se vive en los territorios alejados de internet o de los pulsos políticos, donde las comunidades se sienten desprotegidas. María Irene Ramírez, presidenta de la Asociación Campesina del Valle del Río Cimitarra, afirma que los grupos armados “quieren retomar el control y quitarles la tierra a los campesinos. Reclaman impuestos por cualquier cosa, por una mina, por la venta de madera, por la venta de una finca. A las juntas de acción comunal les han quitado mucha autoridad porque se tiene que hacer lo que ellos dicen. Eso es terrible. Al que no le gusta se tiene que ir, se muere o se acomoda”.
Del otro lado del país, al occidente, en la zona del Pacífico, donde se concentra el mayor número de estos crímenes, la preocupación también es latente. Juan Pablo Salazar, representante a la Cámara del departamento del Cauca por las curules de paz, dice que estos hechos afectan la defensa de causas sociales y ambientales, y dejan una estela de consternación. “Cuando nos matan a una persona representante de una comunidad o de una causa lo primero que queda es mucho temor de las personas que están alrededor de ese proceso, que hace que bajen banderas, que las mismas familias les recomienden a los que quedan que no sigan con eso. Se destruye el tejido social”, asegura.
Organizaciones de Derechos Humanos como Somos Defensores, que le entregaron al presidente Petro un plan de emergenciapara proteger a los líderes sociales dos días antes de su posesión, lamentaron hace algunos meses la lentitud del Ejecutivo para poner freno a los asesinatos.
Mientras el Gobierno insiste en la política de paz total, buscando establecer acuerdos con grupos armados como el ELN, las disidencias de las Farc y el Clan del Golfo, que le pongan fin a la violencia, lideresas como Ramírez reclaman acciones inmediatas. “El Estado se está quedando sin respuestas. Tenemos un comisionado que nos invita a encontrarnos y dialogar, pero ¿dónde están las garantías para la vida? No hay. Sentimos que se nos van a pasar cuatro años dialogando, hablando en talleres y que entre más denunciamos más se nos calla, más se nos prohíbe entrar a los territorios”, lamenta.
Para organizaciones como la que integraba el líder asesinado Marcos Fidel Jiménez, continuar en un proceso de diálogo con los grupos ilegales sin el compromiso de respetar la libertad de la población civil profundiza la desconfianza y dificulta la posibilidad de avanzar en la construcción de paz.
La indiferencia por el asesinato de un líder social en Colombia cada dos días en promedio se siente en un país que se olvida fácilmente de sus muertos. “Lastimosamente se convirtió en paisaje. Ya no es noticia cuando algo pasa todos los días. Eso es grave porque significa que la misma sociedad se está acostumbrando, lo está normalizando. El control social de los grupos armados hace parte de la normalidad”, puntualiza Leonardo González, el director de Indepaz.