La Reina en su trono

Ciclismo

Por María Angélica Aparicio P.

Apenas se ven los cuerpos doblados y los cascos. Ahí va un número considerable de ciclistas, que pedalean a la velocidad de los vuelos de Supermán por las carreteras que conectan los municipios. Miles de aficionados, profesionales y mujeres se suben en estas máquinas para pedalear durante horas, cumpliendo con un ejercicio que ennoblece, que conecta el cuerpo con la mente, mejorando reflejos, lateralidad y decisiones.

Es una actividad física de gran esfuerzo si la carretera atraviesa un paisaje quebrado, de montañas. Pedalear en plano con la naturaleza junto, con vacas soñolientas y caballos pastando, termina siendo un plan divertido. Y si existen grupos de ciclistas, el asunto resulta gratísimo, de repetirse un fin de semana tras otro, con el sol sobre las espaldas, o el agua cayendo a chorros. La sensación de pedalear, de avanzar, de adelantar al despacioso, no se cura tan fácil. Una vez que pedaleas, el ciclista queda atrapado igual que las moscas debajo de un colador.

En los años sesenta, las bicicletas se vendían en algunas tiendas que se localizaban en los pueblos. Pocos pobladores tenían una. La usaban para trasladarse alrededor de la iglesia, ir hasta sus casas después de la jornada laboral, o visitar a sus familias. Las había con y sin parrilla. Los hombres cargaban a sus mujeres en la parte trasera o en la barra. Los domingos, las bicicletas rurales se mezclaban con los camiones, con los burros de carga, con los autos particulares. Era un típico festival de medios de transporte que se repetía cada domingo.

La primera bicicleta que llegó a mis manos, fue una Monarck color rojo y blanco. Me trepé como pude. Sin sentarme –porque no alcanzaba a los pedales– aceleré con la fuerza de una pantera. De ahí en adelante nadie pudo detenerme. Montaba como los insectos: días y tardes. Salía de madrugada al mercado del pueblo y regresaba con el viento soplándome en la cara. La Monarck siempre estaba andando conmigo, o esperándome “callada” en su sitio de parqueo.

Después de las carretas tiradas por bueyes y los elegantes carruajes usados en China, India y los países monárquicos de Europa, vendría el revolucionario invento de las bicicletas. Un avispado alemán llamado Karl Drais se mató por crear una máquina de madera con dos ruedas y un asiento. Su diseño fue tan primitivo, que no tenía frenos, ni timón confortable para maniobrar. Sin embargo, resultaba ser la primera idea de un artefacto distinto al carro.

Thomas McCall se animó con el invento del segundo velocípedo –después de aparecer la bicicleta de Drais–. Corría el año 1830 cuando el proyecto vio la luz del día. La máquina de Thomas tenía dos ruedas, la delantera más pequeña que la trasera; como novedad añadió un timón, varillas y palancas. La gente se animó a montarla pese a lo difícil que era manejarla y sentirse cómodo en el asiento, pero cada vez ganó más admiradores, porque servía para cubrir distancias cortas.

El emperador Aisin Gioro Pu-yi de la antigua dinastía Qing –el último emperador chino de esta familia de gobernantes– se prendió como una araña cuando le llevaron de regalo una bicicleta. Dio innumerables vueltas en el patio interior de la Ciudad Prohibida donde vivía encerrado, en la misma Pekín. Parecía disfrutar tanto del momento que no cesó de pedalear en el magnífico invento de metal del que ya era propietario. 

Escenas parecidas vivieron los soldados europeos cuando, en vez de andar en círculo como un ula ula, libraron trayectorias larguísimas para ver a las novias que habían dejado abandonadas por la guerra. Pedalearon en sus bicicletas con el ánimo de ver las caras de esas jovencitas altas, delgadas y bonitas, que los esperaban con el alma cortada en cuatro. 

La misma evolución de la bicicleta hizo que varios fabricantes se lanzaron a diseñar propuestas nuevas: artefactos con pitos, con cronómetros, con canastas, amortiguadores y cadenas; con cambios y tubos de colores; de peso liviano o pesado, que hicieron el producto más atrayente. La locura corrió a lo ancho y largo de nuestro planeta. ¿Qué haríamos ahora? Inmortalizarse. 

La bicicleta nunca perdió su historia, ni se hundió en las páginas de los libros. Subió al podio como el medio de transporte más asombroso, el mejor entre otras opciones. La máquina con dos llantas y manubrio se multiplicó en distintos países, haciéndose ver por pueblos, ciudades, senderos destapados, carreteras pavimentadas, cerros, zonas llanas. Se crearon vías especiales con semáforos y señales, para usarlas. El invento de Karl Drais –autor de la primera bicicleta del mundo– surgió como un monstruo difícil de asfixiar.

Bicicletas de paseo, de montaña, híbridas, de triatlón, plegables, bicicletas urbanas, viven su gran apogeo actual. No habrá armatoste que las desbanque porque reina en su propio trono. Se inventó como un medio trascendental de transporte que no necesita de combustibles fósiles, o de energías limpias para subsistir. Se desarrolló como el aliado que brinda sonrisas, beneficios, salud al cuerpo, en vez de producir venenosas tormentas como son las enfermedades y las discordias emocionales.

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