Las paredes de Sincelejo anuncian algo que todos en la capital sucreña tienen más que claro: aquí opera el Clan del Golfo, el mayor grupo de narcotráfico de Colombia. Los vecinos de los barrios del norte y sur conviven con letreros amenazantes que cubren escuelas, casas, negocios y hasta iglesias. “AGC presente”, “EGC Bloque Aristides Mendez”, dicen en referencia al grupo armado ilegal que hasta hace poco se autodenominaba Autodefensas Gaitanistas de Colombia, y que desde finales de febrero se cambió por Ejército Gaitanista de Colombia. Las pintadas son un recuerdo constante para todos los que se mueven en el calor infernal del municipio caribeño de unos 300.000 habitantes: el Clan está vigilando.
El grupo armado hace presencia en Sincelejo desde 2007, poco después de que las estructuras paramilitares se desarmaran, según una fuente experta en el conflicto armado en la región que prefiere mantener el anonimato por seguridad. “Tiene un control un poco soterrado. Solo lo demuestra cuando lo necesita”, explica. Por eso, el municipio nunca había sido particularmente violento. Hasta el año pasado, cuando los homicidios aumentaron en un 73%: pasaron de 89 en 2022 a 154 en 2023, para dejar una tasa de 50,6 homicidios por cada 100.000 habitantes, muy cercana a la de Buenaventura, la urbe más mortífera de uno de los países con más asesinatos del mundo.
Detrás de ese aumento de la violencia estaba la decisión de una banda local, Los Norteños, de no pagar más “impuestos” al Clan del Golfo por sus actividades ilegales. Lo que siguió fue una guerra urbana que, por un año, convirtió una ciudad relativamente tranquila en la segunda más peligrosa del país, y una de las 25 más inseguras del mundo, de acuerdo con el Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Penal AC (CCSPJP), una organización de la sociedad civil mexicana. El conflicto creció tanto que en su punto más álgido, en mayo, el ministro de Defensa, Iván Velásquez, viajó hasta Sincelejo para entender qué estaba pasando. Casi un año más tarde, el alcalde posesionado el primero de enero, el polémico Yahir Acuña, asegura que la disputa se ha reducido mucho, pero se niega a cantar la victoria. “Aquí hay una confrontación urbana”, insiste.
En su oficina aire acondicionado en el centro de la ciudad, al rescate del bochorno de 38 grados, se sienta uno de los hombres encargados de acabar con esa guerra. Néstor Pineda es un coronel de mediana edad, bienhumorado, algo musculoso, con corte de pelo militar y vestido de uniforme de policía verde. El comandante de la Policía en el departamento explica que “hace años” que el Clan del Golfo mueve droga entre el montañoso sur de Bolívar, departamento colindante con Sucre, hacia los varios golfos de la costa en el norte del departamento: un lugar ideal para sacarla al mar Caribe. En la capital, esos delincuentes viven del microtráfico, la extorsión y el sicariato. Y lo quieren todo para ellos.
Los Norteños
Ese monopolio se rompió en diciembre 2022, dice el coronel, cuando de sus filas surgieron Los Norteños, buscando delinquir sin el control del Clan. Según analistas de inteligencia de la Policía, la banda sincelejana de unos 30 integrantes, con arraigo en los barrios del norte de la ciudad y “sin una jerarquía clara”, quiso plantarle cara a la organización criminal más poderosa del país. Como ha ocurrido una y otra vez en la historia, los grupos encontraron una forma de resolver la disputa: matándose.
De los 154 homicidios que sufrió Sincelejo el año pasado, la Policía señala que 52 fueron por asesinatos entre las dos bandas. “La cosa estuvo fuerte hasta noviembre”, dice Pineda. A cualquier hora, en casi cualquier barrio, un miembro del Clan o de Los Norteños podía ser baleado. Ante el miedo del Clan de perder el control y de mostrarse débil, la violencia se salió de los dos grupos directamente involucrados. El Clan empezó a asesinar a personas en zonas en las que no operaban Los Norteños. “Si alguno no tenía la cuota que el Clan exigía, lo mataban. No querían dejar que otras bandas repitieran lo que estaban haciendo Los Norteños”, explica el coronel.
Insiste en que, durante la guerra, los asesinatos aumentaban, pero las demás estadísticas de crimen bajaban. “El año pasado gané todo menos el homicidio”, dice, como quien quiere asegurarse de que ha hecho un buen trabajo. Pineda lo explica argumentando que la mayoría de los asesinatos eran “por ajustes de cuentas”: “Se mataban entre bandidos”, declara. En la calle, los sincelejanos se muestran de acuerdo, pero con palabras más crudas: José Rodríguez, vecino de Altos de la Sabana, en el norte de la ciudad, dice a EL PAÍS que hubo una “limpieza social”. Una mujer que atiende en una tienda en el mismo sector afirma que “solo mataban a los malos”. Aun así, dicen que no se sentían seguros saliendo de casa.
Un barrio lleno amenazas
A unos diez minutos en carro del comando de la policía, un taxista maneja por El Progreso, en la zona sur. Son las 8 de la mañana y la temperatura ya está por encima de los 30 grados. La avenida del barrio y sus casas, escuelas y negocios pequeños y coloridos están llenos de vida. “Cuando la vaina estaba caliente no se veía a nadie acá, ni a los malos”, dice el conductor mientras pasa una pintada con las iniciales EGC ―hay al menos 20 en la avenida principal de la zona―.
El hombre se para en un puesto de comida que queda enfrente de un barrio de invasión compuesto por casas de pisos de tierra y materiales rebuscados, llamado Brisas del Sur. Del otro lado de la calle, dos casas llevan pintadas del Clan. Sostenida por palos de madera, la tiendita de café y fritos costeños está rodeada de policías. Paran a casi todos los hombres que pasan en sus motocicletas para requisarlos. El comandante explica que la actividad es parte de la nueva estrategia de las autoridades que, dice, ha logrado reducir la violencia. “Estamos buscando armas, estupefacientes y personas sospechosas”, cuenta. A su lado, el taxista afirma que es bueno que la policía esté aquí. Y resalta que la mandó Acuña, el alcalde que cumple 100 días en el cargo y le cae muy bien: “El man está como cambiando la ciudad”.
El nuevo alcalde
Unas horas más tarde, Yahir Acuña recibe a EL PAÍS en su despacho, flanqueado por tres altos mandos de la fuerza pública, y con un mensaje algo particular: dejar claro que la guerra urbana sigue. Tiene 43 años y una cadena de oro alrededor del cuello. Viste una camiseta blanca, jeans y unas zapatillas Adidas blancas y limpias. Luce relajado; algo así como un Nayib Bukele caribeño.
El controvertido político lleva más de dos décadas de carrera y, desde antes de llegar al Congreso en 2010 por un partido afro que dominaba, ha sido señalado de tener vínculos con grupos narcoparamilitares y de compra de votos. Sin embargo, nunca ha sido llevado a juicio. En 2015, fue retenido por la policía por llevar 480 millones de pesos en efectivo (unos 140.000 dólares de la época) en la camioneta que lo transportaba entre Corozal y Sincelejo. Faltaban dos días para unas elecciones en las que su esposa Milene Jarava buscaba ganar la Gobernación. La Fiscalía archivó el caso en 2019. A lo largo de una entrevista que continúa acompañándolo en un recorrido en su carro, Acuña repetirá tres veces una frase: “Es un privilegio ser investigado en una democracia”.
Acuña y sus comandantes afirman que este año han logrado la captura de más de 10 cabecillas de Los Norteños y 14 del Clan del Golfo. Dicen que aunque que la disputa “se ha desescalado” ―los homicidios han bajado en un 63%―, todavía existe. Para lograr reducir el conflicto, el alcalde y la fuerza pública han armado lo que llaman un bloque de búsqueda contra el multicrimen. Lo conforman la Policía Nacional, la Fiscalía, el Ejército y más. El grupo se reúne todos los martes, explican, para revisar la situación en Sincelejo y la región y tomar medidas.
El coronel Pineda dice que, además, la Policía “ha copado la ciudad” con más retenes, más contacto con la comunidad y más operativos. El año pasado, cuenta, las autoridades hicieron menos de 150 allanamientos. Este ya suman más de 90, casi uno al día. La urbe ahora es la segunda con menos homicidios del país, según la Policía Nacional.
Acuña también trabaja con los jóvenes de la zona sur; los barrios populares en los que él se crio son la principal fuente de reclutamiento de las bandas criminales. Dice que más de 700 chicos han firmado recientemente un pacto de no violencia, mientras muestra orgulloso un video de adolescentes entregando machetes a las autoridades y dándose la mano.
En el despacho, los oficiales y el alcalde concuerdan en que ha sido más fácil debilitar a los Norteños, una banda local y menos organizada con una treintena de integrantes en su mejor momento. “Dan papaya más fácil”, dice un analista de inteligencia. En contraste, el Clan del Golfo, que tiene presencia en 17 departamentos y unos cuantos miles de hombres, es mucho más difícil de desmantelar: con tal de no perder el control y los negocios ilegales, simplemente envía a nuevos integrantes cuando sus miembros en Sincelejo son capturados. Pese a esto, Acuña es enfático que el Clan no ha ganado la disputa: “Aquí no hay monopolio del crimen”.
Al ser preguntado por los letreros en la zona sur ―que también existen en la zona norte―, el alcalde insiste que son nuevos. Enseguida mira a un coronel y le dice que los mande a borrar. Según los altos mandos, EL PAÍS los encuentra cuando solo llevan un par de días. Aseguran que fueron pintados luego de que el Clan cambió su nombre de AGC a EGC, un cambio que se realizó hace más de un mes. En la calle, sin embargo, el taxista y los vecinos cuentan una historia diferente: “Esos se pintaron hace casi dos semanas, luego de que mataran a uno de los cabecillas del Clan, alias el Lobo”.