La espinosa relación de la izquierda con Venezuela

Ilustración Itziar Barrios

Opinión

PABLO STEFANONI

Desconfianza-entusiasmo-decepción (más o menos silenciosa). La relación de las izquierdas latinoamericanas y la revolución bolivariana pasó por diferentes etapas, al ritmo de las propias dinámicas del país caribeño. El apabullante liderazgo de Hugo Chávez —una maquinaria casi infinita de carisma— proveyó, sin duda, una dosis de inusual energía a una izquierda regional doblemente derrotada: la caída del muro de Berlín no solo afectó a la izquierda tanquista que apoyaba a los regímenes del “socialismo real” —con los tanques soviéticos incluidos—, sino a la izquierda en su conjunto, al tiempo que el neoliberalismo parecía reinar sin contrapesos ideológicos.

Pero la relación de la izquierda con el militar venezolano no fue un amor a primera vista. El Chávez que siguió al frustrado golpe de Estado de 1992 era aún difícil de escrutar para la izquierda, que lo miraba con desconfianza. Sus vínculos con figuras como Norberto Ceresole —un exizquierdista que terminó en una línea nacionalista de derecha cercana a los militares carapintadas argentinos— generaba suspicacias, mientras que su propuesta de tercera vía a la Tony Blair le daba tonalidades demasiado moderadas.

De hecho, la Constitución de 1999 no habla de socialismo, sino de “democracia participativa”. Se trataba de un Chávez que, en palabras del periodista Marc Saint-Upéry, parecía haber “aprendido de los fracasos de las izquierdas estatistas del siglo XX y sabía que no hay ningún modelo preconstituido y puramente voluntarista de alternativa económica”. Luego, Chávez iría avanzando en una “mezcla confusa de pragmatismo moderado, promesas de asistencialismo generalizado y retórica incendiaria sin sustento real”, en medio de un creciente “caos administrativo debido a una mezcla de inexperiencia y de burocratismo”.

Fue el intento de golpe de Estado contra Chávez en 2002 el que cambiaría radicalmente las cosas. La imagen de una “plutocracia corrupta” echando del poder a un presidente constitucional y plebeyo, mediante un golpe de Estado apoyado por Estados Unidos y parte de Europa, constituyó un punto de quiebre.

El golpe fue el playa Girón de Chávez. Si aquel intento chapucero de invasión de Cuba apoyado por Estados Unidos daría a Fidel Castro la épica necesaria para la “construcción socialista” en la isla caribeña, el golpe fallido, con aristas racistas, le dio a Chávez un enorme impulso político.

Venezuela terminaría siendo el único país del mundo en declararse socialista tras la caída de la Unión Soviética; eso sí, con el apellido “del siglo XXI”. La idea, se insistía, era no repetir “los errores” del socialismo del siglo XX.

Si el golpe proveyó a Chávez de la imagen de un caudillo que concentraba en su persona el desprecio de las elites sobre el propio pueblo, para la oposición venezolana fue una mancha casi indeleble. A partir de entonces, sería una “oposición golpista”. Eso hizo que la izquierda regional adoptara un discurso que perdura hasta hoy: hiciera lo que hiciera Chávez, y desde 2013 Nicolás Maduro, la oposición siempre sería “peor” que el chavismo.

Con la subida del precio del petróleo —de 10 a 100 dólares—, Chávez contó con recursos para implementar abundantes políticas sociales, como las denominadas “misiones”, y fue un líder verdaderamente popular, dentro y fuera de Venezuela. El acto en la ciudad argentina de Mar del Plata, a finales de 2005, donde mandó “al carajo” al ALCA, el Área de Libre Comercio de las Américas, promovida por Estados Unidos, marcó uno de los hitos del Chávez latinoamericano, que reactivó en su favor la vieja diplomacia petrolera venezolana. Chávez podía entonces decir en el Foro Social Mundial de Porto Alegre, del mismo año, que “el camino es el socialismo”. Como “un nuevo Fidel Castro”, según un medio brasileño. Fue el momento del entusiasmo. El de un presidente que hablaba de nuevo de revolución, mandaba al carajo a los yanquis y hasta tenía sobre su escritorio libros de teóricos como el filósofo marxista István Mészáros. Referentes y militantes de izquierda comenzaron a viajar a Venezuela, vista como el territorio de una audaz experimentación social.

Pero pese a la buena relación de los gobiernos de izquierda con Chávez, los grandes países de la región no se sumaron a su Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (Alba). Para el Brasil de Luiz Inácio Lula da Silva, era un pequeño club sin interés, y para la Argentina de Néstor Kirchner era demasiado ideológica. De hecho, según su biógrafo Walter Curia, alguna vez Kirchner le dijo a Chávez: “Hugo, dejate de joder con el socialismo”, que el pragmático peronista consideraba cosa del pasado. Entonces, el juego entre una Venezuela radical y un Brasil moderado parecía funcionar desde el punto de vista geopolítico.

Chávez, a lo largo de sus sucesivas gestiones, entre 1999 y 2013, se fue enamorando de diferentes modelos, pero pese a las diversas formas de “participación popular” adoptadas, se mantuvo el trípode “caudillo, ejército, pueblo” que proponía Ceresole, lo que fue derivando en un régimen cada vez más autoritario. La única vez que plebiscitó el socialismo (en el referéndum constitucional de 2007) perdió, pero avanzó igual en su proyecto.

Frente a los problemas, la mayor parte de la izquierda latinoamericana adoptó una posición similar a la que mantuvo en relación con Cuba: no criticar a Chávez/Maduro, ni los retrocesos democráticos, mientras el país fuera acosado por el “imperio” y la “oligarquía” local. Las figuras opositoras que pedían una invasión alimentaban, sin duda, estos discursos.

Pero el problema es que este abordaje dejó siempre de lado la dimensión depredadora que fue adquiriendo el régimen, con un saqueo de los recursos públicos que marchó en paralelo a una catastrófica caída en las condiciones de vida de la población, que se agravó con Maduro, quien se apoyó, aún más que Chávez, en los militares. Al punto de que, en la última campaña electoral, elogió la “unión cívico-militar-policial perfecta” que encarna el chavismo-madurismo.

Si en el pasado el chavismo fue un activo —material y simbólico— para las izquierdas regionales, desde mediados de la década de 2010 devino cada vez más un peso. Las fuerzas conservadoras se cansaron de apelar a la cuestión venezolana como material de propaganda doméstico, más aún luego del éxodo venezolano. El fantasma de la venezuelización, usado hasta el ridículo en todas partes, formó parte del cambio de ciclo político de 2015, cuando la región pareció girar a la derecha. Fue el momento de la decepción, pero también del silencio, hacia Venezuela de gran parte de la izquierda (con excepción de los sempiternos creyentes).

Las elecciones del 28 de julio han marcado una etapa mayor de degradación del proyecto bolivariano. Esta vez, la victoria de Maduro, como dijo el presidente chileno, Gabriel Boric, es “difícil de creer”. La ilegitimidad del mandatario en el poder se vuelve más evidente, mientras que la apuesta electoral del conjunto de la oposición —que siempre estuvo dividida entre sectores favorables a la insurrección y partidarios de la batalla electoral— la ha reforzado dentro y fuera del país. Incluso el Partido Comunista venezolano reclama el respeto a la voluntad popular.

En este marco, Lula da Silva, Gustavo Petro y Andrés Manuel López Obrador buscan una salida ordenada a la crisis. Incluso la expresidenta argentina Cristina Kirchner ha pedido que se publiquen las actas, “por el legado de Chávez”. Pero la salida no es clara: sin quiebres internos, que por ahora no hay, el Gobierno de Maduro no tiene incentivos para iniciar una transición pactada.

Un incremento de la represión, que parece la única vía para sortear la crisis, además de las consecuencias para los venezolanos, tendrá un alto costo para las izquierdas de la región. No solo para los remanentes bolivarianos que militan en favor de los resultados oficiales y de la “amplia ventaja” de Maduro sobre Edmundo González, sino también para las izquierdas críticas, que hoy se enfrentan a nuevas derechas radicalizadas.

Las imágenes de represión en Venezuela —y de un Gobierno que se atrinchera sin siquiera mostrar las actas de su supuesta victoria— constituyen un regalo inestimable para los reaccionarios de todos lados. Un “socialismo” asociado a la represión, las penurias cotidianas y el cinismo ideológico no parece la mejor base para “hacer grande al progresismo otra vez”.

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