Josefina, la esposa de Napoleón

Josefina, la esposa de Napoleón

Por María Angélica Aparicio P.

De su pequeño refugio en Martinica, una isla francesa situada en el océano Atlántico, pasó a ocupar, con los años, varios castillos ostentosos de Francia. No era una mujer ambiciosa, pero su destino la volvió obsesiva con la compra de inmuebles enormes, dotados de salones, jardines y árboles verdosos. Así fue el acontecer de Josefina Beauharnais mientras vivió como esposa de Napoleón Bonaparte y emperatriz de Francia.

Josefina nació en un terreno de 500 hectáreas. La propiedad, que era de su padre Joseph, estaba rodeada de cultivos de caña de azúcar que cuidaban varios trabajadores negros. La joven se educó en un colegio de monjas, allá en el Caribe, en la isla que parecía un diminuto botón cosido a cero metros del nivel del mar. Era entonces una colegiala de cabellos castaños, ojos cafés, con esa tez morena, divina, que atraía como el sonido de los tambores. 

La Beauharnais no era la belleza representativa de la isla, pero a sus catorce años, ya tenía estilo, un porte, cierta elegancia. Le tocó casarse con el pretendiente de dos hermanas suyas, un tal Alejandro Beauharnais, también de Martinica, de familia altamente adinerada. Entonces Alejandro ya era oficial de la armada francesa, razón por la cual resultó un viajero incansable, de largas estadías fuera de casa, que no supo desarrollar, como tocaba, su papel de esposo. Josefina alcanzó a tener dos hijos con este paseador martiniqués: un primogénito llamado Eugéne y su adorada hija Hortensia.

Su dicha como esposa terminó pronto. Alejandro regresó a Martinica a lidiar con sus pasatiempos predilectos: el alcohol, las mujeres y el juego. Se acabó el matrimonio, y Josefina se quedó en la ruina, golpeada por este sinsabor y por sus hijos pequeños que nada entendían. En la revolución francesa –iniciada en 1789– Alejandro tendría una representación política importante como diputado; como militar, ascendería a general del Ejército del Rhin. En 1794 encontraría, también, su muerte. 

Josefina abandona, por primera vez, su agradable isla del Atlántico para instalarse con su padre en París. Joseph estaba enfermo, y mientras combatía sus dolores, su hija decidió tomar clases de ética, de literatura y escritura. Rápido comprendió que las parisinas se movían dentro de una educación distinta a la suya, y quiso ponerse a la altura de las circunstancias, al nivel de la aristocracia.

Una madame, Teresa Tallien, –conocida como Teresa Cabarrús– fue el enganche entre Napoleón y Josefina. Esta dama española de la provincia de Navarra, tenía doce años cuando se instaló en París en compañía de su madre. En la ciudad conoció a Josefina y a un grupo de mujeres con quienes armaría una especie de clan. Napoleón las conocería a todas, entusiasmándose en especial, con la extrovertida isleña. Pronto decidió casarse con Josefina sin importarle la diferencia de edad, ni los hijos que ya tenía de su primer matrimonio. Se la llevó hasta la catedral de Notre Dame –en 1804– y la coronó como Emperatriz de Francia en un evento que duró más de tres horas. 

Napoleón se volvió, con sus ausencias fuera de Francia, otro Alejandro Beauharnais. La relación se transformó en un cruce de cartas, varias de amor, varias de queja, que hacía inestable la vida en común, aumentando el descontrol de los celos, el miedo a la muerte y más contundentemente, la falta de un heredero. Mientras Napoleón se aferraba a las armas para combatir contra los austríacos y los ingleses, Josefina tomaba otro rumbo, el camino que compensa su soledad: el imparable gasto de dinero. 

La emperatriz comenzó a encariñarse con la ropa. Compró sombreros, zapatos, chales, vestidos de alto costo. No quería quedarse atrás de ninguna parisina rica en cuestión de moda. Y empezó el despilfarro –al estilo de María Antonieta de Austria–. No satisfecha con los ajuares que conseguía, –pagados por la Tesorería Pública de Francia–, se lanzó a los bienes inmobiliarios: si por ella fuera, compraría todas las construcciones urbanas de Francia.

Dos recintos comprados por Josefina pasaron a ser de su feliz propiedad: el castillo de la Malmaison y el palacio de Bois Préau. Los terrenos quedaban pegados, separados por un muro, que hizo tumbar. Primero se sumergió en la decoración de la Malmaison, su casa real y verdadera, la que ocuparía hasta su muerte en 1814 y donde su hija Hortensia –su niña mimada– viviría en plan radiante. La compró en la etapa final de la revolución francesa, por una fortuna de su tiempo: trescientos mil francos.

Decoró la residencia agarrándose del derroche y del buen gusto. La llenó de muebles finos, una biblioteca de madera de caoba, pinturas, pisos de mármol, armas, instrumentos musicales, un billar. En algunos salones puso lámparas de cristal, relojes, candelabros, largas cortinas de terciopelo. Dotó las camas de elegantes doseles, como imitando las preferencias de los reyes franceses. 

El palacio de Bois Préau era una bonita construcción de piedra con grandes ventanales y chimeneas, que daba a un envidiable jardín –arreglado por Josefina– donde se podía jugar, caminar, tomar el sol en los veranos y sentir el tibio frío de la primavera. Su decoración interior llevó, desde el día en que lo adquirió, el sello impreso de Josefina: elegancia, amplitud y ojo artístico para escoger los muebles. 

Napoleón se enfureció con Josefina por las cuentas incalculables que había que pagar. Bramó y chilló enloquecido. Sin embargo, se enamoró de la Malmaison en cuanto puso su cabeza y sus pies en la residencia. Tras la derrota que sufrió en la batalla de Waterloo, fue aquí donde regresó con mayor placer antes de su destierro. 

Muerta Josefina, Napoleón la recordaría con una mezcla de nostalgia, de dolor y tristeza infinita, en cada salón decorado por la Emperatriz. La evocará incluso por sus peleas, sus mensajes escritos a mano, sus lejanías como esposa, sus caricias, por los piropos lanzados en susurros y por aquellos llantos, atropellados, que soltó en sus ausencias.

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