Por Carlos Alberto Ospina M.
En el escenario político contemporáneo varios fulanos emergen a modo figuras abominables que personifican la antítesis de la democracia y los derechos humanos. Los dictadores y sus secuaces operan sin límite moral, aferrándose al poder mediante procedimientos que trascienden la decencia y la ética. El pensamiento obsesivo-compulsivo con miras conservar los privilegios usurpados, los lleva a implementar todas las formas de lucha posibles; en particular, aquellas que son torcidas y exterminadoras.
El tirano y sus cómplices no saben dialogar ni ceder a pesar de las evidencias que los dejan por el suelo. Por su naturaleza son malos perdedores, conspiradores, violentos, malvados, mentirosos patológicos e intransigentes. Lejos de buscar el bienestar general de la población, proceden a constreñir a los votantes a base de chantajes y persecución implacable; mientras someten a las demás ramas del poder público por intermedio de sobornos y la ubicación de lacayos con el objeto de efectuar una interpretación acomodada de las leyes y la Constitución.
El opresor, en su afán por perpetuarse, recurre a diferentes técnicas de manipulación y vigilancia total de la administración pública. A los seguidores, les arroja las sobras de sus festines, manteniéndolos sumisos y subyugados después de saquear el erario. Durante el tiempo que pone en práctica el viejo truco de acusar a la oposición de asesinos, narcotraficantes, criminales de guerra, terroristas, esclavistas y corrompidos; a la par exhibe sus manos ensangrentadas producto de los secuestros, las torturas, las desapariciones y las persecuciones de quienes que se atreven a clamar por justicia y pluralidad de posiciones.
El amaño religioso es otra táctica común del déspota. Blasfema e invoca a Dios simultáneamente que impide el ejercicio del credo particular, el pensamiento crítico y la libertad de expresión. No existe ley terrenal ni tratado internacional que obligue al absolutista a respetar las normas fundamentales. Cualquier asunto que incorpore la autonomía civil, el desarrollo y el Estado social de derecho, es visto a manera obstáculo para el logro de sus intereses siniestros.
La hipocresía es tan vasta como su crueldad, puesto que el antilíder desconoce la frontera de la coherencia conceptual y la aceptación de los errores. De por ahí, la realización teatral de un discurso lleno de contradicciones, ataques e insultos huecos que están diseñados con el fin de embriagar, confundir y promover el odio de clases. En términos simbólicos y reales, el autócrata, es el leviatán de las colectividades condenadas al empobrecimiento, el mismo que devora la esperanza de progreso e igualdad.
El despotismo viene acompañado de una serie de características fatídicas; entre estas, se destacan la represión brutal en contra las disidencias, la censura de los medios de comunicación y la persecución metódica de los opositores políticos. El estadio de terror se nutre del aparato de seguridad omnipresente, compuesto por fuerzas armadas y policiales que actúan con total impunidad.
Los partidarios de la coacción juegan un papel crucial en el esquema de avasallamiento. Estos personajes, provenientes de las filas oficiales o de organizaciones paramilitares, muchas veces, están dispuestos a cometer los más atroces delitos a cambio de preservar las prebendas. Ellos ejecutan las órdenes, espantan a la población y garantizan que, todo signo de rebeldía, sea aplastado.
La posesión de los recursos económicos es una herramienta radical en manos del sátrapa y sus encubridores. Por medio de la corrupción y el desfalco del tesoro público, aseguran que las riquezas del país beneficien directamente a esa élite infausta. Las consecuencias de una administración depredadora son ruinosas para la mayoría de la población que padece la pobreza y la marginación. La pauperización, gracias a los regímenes arbitrarios, no es un efecto colateral, sino una maniobra deliberada para prolongar la desesperanza y la necesidad.
Las instituciones que, en teoría, deberían ser los pilares de la ecuanimidad, las convierten en meros instrumentos de legitimación del autoritarismo. En consecuencia, las elecciones pasan a incorporar el espectáculo aberrante de la puesta en escena de una farsa, el Congreso juega el papel encubridor de sello de goma y los jueces se mueve como marionetas de cartón. En ese contexto, la noción misma de gobierno se ve pervertida y reducida a la fachada tras la cual se oculta un sistema profundamente vengativo.
La resistencia es el camino. Las personas que se atreven a alzar la voz frente al totalitarismo lo hacen a riesgo de sus vidas y libertades. Esa lucha por la soberanía es desigual; no obstante, los movimientos sociales e individuos se enfrenta al poder negándose a aceptar la injusticia como norma.
La figura del dictador y sus compinches representan una amenaza constante. Su existencia y acciones recuerdan la importancia de la vigilancia y la entereza. Solo a través de un esfuerzo colectivo y persistente, la gente puede liberarse del yugo de los abusadores. La historia ha demostrado que ningún régimen tiránico es eterno y que, tarde o temprano, la voz del pueblo se alza por encima de la dominación.