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Como los seres humanos que hacen historia no viven para contar su relato, corresponde recuperar ese contexto a quienes presenciaron su obra. Esa labor concierne a los contemporáneos, si fueron actores o copartícipes, y la reconstrucción de un contexto es la que sirve para recrear la verdadera dimensión de esa obra y de su vida.
Ese es el propósito de esta serie documental, revivir a través del recuerdo en primera persona la vida y obra del inmolado periodista Guillermo Cano Isaza, asesinado en la noche del 17 de diciembre de 1986 cuando salía de la sede de su periódico, El Espectador, de Bogotá.
Son muchas las páginas que se han escrito, en distintos medios y variados idiomas, sobre lo que fue y ha sido el legado imperecedero del gran periodista colombiano, pero en contraste, son muy pocos los relatos que nos ponen en contacto con la que fuera la actividad cotidiana, la construcción y fabricación de la realidad que retrataba todos los días en su periódico, al seleccionar temas, apoyar iniciativas, emprender aventuras, explorar idiomas o aventurar diseños.
A la par de las novedades políticas que vivió –de un riguroso frente nacional de los años 50s en el reparto burocrático del país para apaciguar las ardentías partidistas al surgimiento de grupos y bandos políticos en los 70s- en lo técnico también se vivieron épocas sorprendentes, pues de los linotipos y la armada de textos en galeras de plomo que sólo se podían leer en reversa, se pasó a los computadores que diseñaban toda una página con un mero programa y a los Tandy, precursor de los portátiles que servían para enviar la nota desde una oficina a la redacción, liberando a los digitadores de la esclavizante labor de recibir un dictado por teléfono –los celulares no se habían inventado ni en las novelas de ciencia ficción- y la reportería de noticias se tenía que hacer en riguroso ejercicio de infantería diaria por entre las oficinas de las fuentes, mientras un pequeño jeep todo terreno viajaba sin cesar durante 20 de las 24 horas del día entre la Avenida Jiménez con carrera 4ª y la avenida El Espectador, que era la calle 22 con la carrera 68, en ese entonces en la periferia de Bogotá.
Esos bruscos cambios políticos y técnicos los presenció, cuando no promovió, Guillermo Cano.
Y todos ellos intentaremos reconstruir acá, mediante el testimonio de quienes fueron –fuimos- sus colaboradores, trabajadores, reporteros. En sus propias palabras, y únicamente por quienes tuvieron acceso directo a su vida y a su obra.
La libertad de prensa y su pariente, la libertad de expresión, es un bien colectivo, un derecho individual y colectivo, que vive bajo constante asedio desde el poder político, económico o que se lo pretende acorralar con presiones y amenazas.
El asesinato –todavía impune- de Guillermo Cano es un reto constante a la civilidad, pero también un reclamo de lo que nos puede pasar si no cuidamos y protegemos esos valores que forman democracia.
Hoy, todavía en pleno siglo 21, hay casos como el del escritor Boualem Sansal encarcelado por haber pensado una novela, mientras el mundo de todos se duele porque en 2024 en los territorios ocupados de Israel/Líbano murieron 85 periodistas o colaboradores de los medios; 6 en Pakistán y en Sudán; 5 en México y 4 en Siria. Y campea la impunidad en el asesinato de la valiente periodista Daphne Caruana Galizia. La libertad de prensa vive bajo asedio constante, y un primer paso en su defensa es exhibir y repensar el trabajo de sus mártires.
El concepto global del proyecto es diseñado y realizado por el maestro Silvio Vela, cuyos trabajos han ilustrado las primeras planas de los grandes periódicos del mundo, desde The New York Review of Books hasta The New York Times, pasando por El Espectador y El Tiempo de Colombia.
La caricatura de Guillermo Cano Isaza que ilustra esta serie es un trabajo exclusivo para esta ocasión elaborada por el caricaturista brasileño Loredano, cuyos dibujos y diseños se han publicado en El País y Babelia, de Madrid; en periódicos de Italia, Alemania y los Estados Unidos.
La serie se inicia con un retrato intimista escrito por el fotógrafo y escritor Fernando Cano Busquets, hijo de Guillermo Cano, y a quien sucedió en la dirección de El Espectador tras su asesinato y mientras el diario fue propiedad familiar. La nota va acompañada con un retrato espontáneo, como instantánea, tomado por el reportero gráfico Rodrigo Dueñas, uno de los más valiosos del periodismo gráfico.
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Una Fotografía
Vamos caminando por la Candelaria. Él lleva como de costumbre un cigarrillo Kool encendido en la punta de los dedos de su mano derecha y yo ando con el pelo y la camisa mal puestos y la corbata torcida como siempre. Andamos espontáneos, despreocupados, como si viniéramos o fuéramos hacia la felicidad.
Por Fernando Cano Busquets*
Especial para El Diario Alternativo
Ésta fotografía que trato de describir y que aún conservo como el mejor recuerdo suyo, tiene el aire de esas imágenes que «robaban» aquellos fotógrafos callejeros por el centro de Bogotá abordando a quemarropa a las parejas de novios, familias, matrimonios, amigos que pasaban frente a ellos. Luego entregaban un pequeño papel con el número del teléfono del negocio para que quien quisiera una copia o un minúsculo “telescopio” para mirar apuntando a la luz, lo adquiriera por un precio razonable.
No existían, por fortuna, las selfies. Me pregunto ahora desde la arrogancia de éste mundo de la inmediatez, cuántos hogares colombianos tienen en las salas de sus casas, en sus habitaciones principales o en algún cajón de las cosas olvidadas de sus vidas, una imagen similar, un recuerdo invaluable de aquel momento en que pudieron estar juntos.
Sin embargo, aquel instante feliz fue captado por el reportero gráfico de El Espectador Rodrigo Dueñas, luego de que salíamos todos del Palacio de San Carlos, en donde el presidente de aquella época, Julio Casar Turbay Ayala, acababa de entregar los distintos galardones del Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar. Era 1978 y Colombia ya estaba instalada en los horrores del Estatuto de Seguridad, en las prácticas oficiales y clandestinas contra los derechos humanos y como nunca antes, se sospechaba que el verdadero poder no surgía desde los despachos del Palacio Presidencial sino del cuartel general en donde maquinaba sus entuertos Camacho Leyva.
“Jamás saldrá de nuestras plumas una apología del delito, cométalo quien lo cometiere. No lo hemos hecho, no lo haremos. Pero por eso mismo tenemos derecho a negarnos a permanecer indiferentes o silenciosos cuando se escuchan voces, solitarias o a coro, que anuncian que algo grave ha podido o puede estar ocurriendo. Preferimos hacernos presentes de inmediato y cuantas veces sea necesario, aun a riesgo de pecar de ingenuos, si llegan a nosotros advertencias de que por ahí anda suelto en predios colombianos el lobo torturador, aunque el lobo aún no haya cobrado víctimas, o sencillamente esté disfrazado con la piel de oveja. Porque cuando el lobo torturador realmente llega y con él su manada nos puede devorar a todos, por incrédulos, por indiferentes o por cobardes, y entonces ya no habrá nada que hacer.»
Esto y mucho más escribía por esos días el señor que caminaba conmigo, en aquella época oscura de Colombia(otra), y por eso esta escena que describo y adoro me resulta mucho más valiosa, mucho más valiente, porque sospecho que a la boca de ese “lobo” al que fue convocado, no aceptó meterse ni el editorialista ni el periodista, sino el padre orgulloso por el éxito pasajero de uno de sus hijos.
A nuestra casa, a su casa, parecía no entrar la realidad de las calles, tal vez porque él no quería que aquella se metiera, y porque era su estrategia más amorosa para proteger a la familia. Era un antídoto para poder ejercer como padre del común, para gozar de un buen libro, de una serie de televisión (Columbus, Los Vengadores, el Agente 86), o de una pequeña siesta después del almuerzo, agarrándole la mano a alguna de sus pequeñas nietas. “Dígales que me estoy bañando” le sugería a María Helena, la señora que nos acompañó en la casa por años, como respuesta a los periodistas o a los funcionarios de Palacio que a nombre del presidente madrugaban a llamarlo para pedirle su opinión sobre las razones del editorial del periódico. Todo lo que tenía que decir o comentar lo hacía por escrito, en las páginas del periódico que dirigía y al contrario de lo que ocurre hoy con los protagonistas de novela del periodismo, con los candidatos periodistas a la presidencia, con los mensajeros periodistas de los dueños de los medios, prefería el anonimato y creo que hasta llegó a alegrarse sobre manera cuando negociantes o funcionarios interesados dejaron de enviarle poco a poco invitaciones a coctel o a cenas de negocio, cuando comprendieron que no las aceptaría. El “Dígales que me estoy bañando” fue certero.
Pero así tratara él de protegernos, en su casa estábamos suscritos a El Espectador. Y su lectura, que fue una costumbre adquirida desde muy temprano, nos permitió enterarnos no sólo del acontecer nacional e internacional, sino de la opinión certera y comedida que él tenía sobre aquello, sucesos, políticas o noticias del día. Entonces, sin querer decirlo o imponerlo, mientras lo acompañábamos a ver jugar al Santafé en El Campín, mientras salíamos a recibir a los ciclistas de la Vuela a Colombia en alguna de las montañas que circundan Bogotá, mientras viajamos con él a Boyacá, a las costas, a su refugio en Cundinamarca, nos iba enseñando en silencio a querer a Colombia, a voltear la mirada hacia esas regiones del país que los demás olvidaban, a apreciar y a respetar el trabajo de los campesinos, a escuchar las voces de ahorradores o trabajadores estafados, a estar vigilantes de las violaciones a los derechos humanos, y sin saber con certeza cuándo sucedió aquello pero con las ansias enormes de intentar imitarlo, nos convirtió en defensores de sus causas e impulsores del sueño suyo de poder ver una Colombia más justa y más igualitaria.
Aquel papá de la biblioteca gigante, devorador de libros, maquinador de viajes asombrosos, el atrevido que se metía a la alberca helada de la finca sin inmutarse, se convirtió en faro y por ello, aquella vez que nos contaron que había sufrido un infarto, el mundo se vino encima, todo se detuvo, no había razón que justificara la existencia, no era cierto un dios que permitiera tanta injusticia. Dijeron los médicos que el ataque al corazón fue el descubrimiento de una diabetes, pero todavía ando convencido de que fue la realidad nacional de entonces la que revolcó el funcionamiento normal de su cuerpo.
Fue extraño descubrir con el paso de los años, cómo era que ocurría en él un fenómeno particular y poco registrado por la ciencia, pues era notorio que entre más iba pasando el tiempo su figura se empequeñecía más y más, mientras sus escritos, sus opiniones y sus posturas frente a la vida, adquirían tamaños gigantescos y se convertían en prédicas para la defensa necesaria y vital de la democracia. “Piernitas de mirla” le decía mi hermano menor por aquella época, como una forma de broma a su persona y mientras arrancaba risas en el ámbito familiar, continuaba convirtiéndose en el mejor defensor de los jueces, en el compañero esencial de los desvalidos, en el mejor guía para que la democracia lograra salir de ese laberinto oscuro en donde querían mantenerla políticos, narcotraficantes y supuestos líderes de la nación,
Así que lo que vino años después para él, para toda su familia y para su periódico, con la incursión de los cárteles de la droga, no fue sino otro capítulo más de una vida coherente, y tantos años después de su asesinato, no he podido llegar a entender que se le calificara como “”kamikaze” al enfrentarse con sus escritos a los vergonzantes contrabandistas y a sus cómplices instalados en los sucesivos gobiernos, Policías, púlpitos y estamentos económicos o sociales del país que por omisión o por acción los protegieron.
Aquel que se inclinaba ante los escombros para recoger lo que quedaba servible en la sede de El Espectador, luego del incendio del 6 de septiembre de 1952, era mismo que en los años 70 denunciaba a los intocables empresarios del mayor grupo económico del país que con triquiñuelas había estafado a sus ahorradores. Era el mismo que solicitaba sin éxito a sus colegas de la prensa algún gesto de solidaridad cuando el presidente del conglomerado ordenó aplicar la tenaza económica a El Espectador para asfixiarlo y deshacerse de sus investigaciones. Y por supuesto, era el mismo que en 1983 escribía en su Libreta de Apuntes:
“ ¿Será posible que alguien, con seriedad, en el alto gobierno, le diga a los colombianos, sedientos y necesitados de pronta y cumplida justicia, que castigue el delito y al delincuente, ¿por qué están libres, continúan libres individuos como los primos Escobar Gaviria, los Lehder, los banqueros y corredores de bolsa defraudadores, los caracterizados ejemplos de la inmoralidad campante?
Mientras la justicia siga cojeando y no llegue, como no está llegando en casos tan graves y delicados como los que conoce la opinión pública, este país difícilmente logrará recuperar su título ennoblecedor de potencia moral y jurídica.”
Así que ahí vamos, caminando por La Candelaria, sin preocuparnos de nada. Sólo somos un padre y un hijo. Un hijo que alguna vez alcanzó a expresarle en una carta mal redactada, su admiración.
A veces, contemplando esa fotografía en que vamos o venimos de la felicidad, imagino que de pronto logro voltearme a ese para mirarlo, para decirle a los ojos que aunque él no llegó a saberlo y que si bien alcanzaron a estropearle sus piernas de mirla, sus palabras en cambio, sus escritos todos, siguen rondando por aquí en Colombia y afuera y ellas todavía le sirven a muchos, nos sirven a todos para armar un muro infranqueable contra la injusticia En fin, que lo miro y le digo que su resistir a los fenómenos del desaliento y la desesperanza, son la resistencia vital de muchos de nosotros.
Así que ahí vamos, caminando juntos, espontáneos, despreocupados. Y si alguien quisiera interrumpir con sus impertinencias esta caminata eterna, sabré espantarlo llamando a María Helena para rogarle, por favor, «dígales que se está bañando”.
Fernando Cano Busquets
Febrero 2025…
*Fernando Cano Busquets estudió filosofía y letras en la Universidad del Rosario de Bogotá. Es periodista y fotógrafo profesional. Ha participado en varias exposiciones individuales y colectivas, y es recipiendario de varios premios colombianos de periodismo. Fue director del diario El Espectador, tras el asesinato de su padre, Guillermo Cano Isaza. Puede apreciar su obra en fernandocanobusquets.com
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