Editorial
La desastrosa imagen de fragilidad proyectada por el presidente Joe Biden durante el primer debate presidencial, celebrado el jueves en Atlanta, ha hecho saltar por los aires el delicado consenso que existía en el Partido Demócrata para ignorar las dudas acerca de la capacidad física de su candidato para estar cuatro años más en la Casa Blanca. No caben medias tintas a la hora de calificar la actuación de Biden, que titubeó y pareció perder el hilo de sus pensamientos en varias ocasiones ante 48 millones de espectadores. En algunos pasajes mostró una mirada desorientada, en otros respondió con un hilo de voz inaudible. No hacen falta memes ni vídeos editados con malicia. Su desempeño mejoró con los minutos, pero el daño a su imagen provocado en la primera media hora fue profundo y parece irrecuperable.
En la era de polarización extrema que vive Estados Unidos, prácticamente no hay permeabilidad entre partidarios del demócrata Biden, de 81 años, y su oponente republicano, Donald Trump, de 78. Ambas campañas se basan menos en propuestas que en la movilización contra el otro. Solo en ese contexto, y por el hecho de que son los dos candidatos de más edad en la historia, cobra relevancia la cuestión de la fortaleza física y mental. Una de las razones para aceptar un debate tan pronto (faltan semanas para que ambos sean oficialmente candidatos) era la necesidad de dejar atrás de una vez por todas el argumento de la senilidad de Biden, una preocupación legítima de un sector de votantes exagerada por los republicanos y con una influencia incierta sobre el voto. Lejos de cumplir su objetivo, Biden regaló a Trump una actuación que justifica plenamente tanto las dudas como las exageraciones. La cuestión senil en la campaña, periférica hasta el jueves, es ahora el asunto central.
Quedó así completamente enterrado el contenido de un debate en el que Biden trató de contestar a los temas con datos y defendiendo su desempeño en estos cuatro años. Enfrente, Donald Trump dio la versión argumental más extrema de sí mismo. El republicano, al que su propio partido intentó descabalgar de la nominación por todos los medios, confirmó su estilo caótico y paranoico. Acusarle de mentir, como hizo Biden repetidamente en el debate y como es evidente para cualquiera que escuche con atención sus palabras, no hace justicia al nivel de toxicidad de lo que dice. Las afirmaciones de Trump desafían el concepto mismo de mentira: son bulos salidos de rincones siniestros de internet y repetidos en horario de máxima audiencia. Pero habló con energía y convicción frente a un Biden frágil, que incluso se enredó en intentar contrarrestar los disparates en directo. El gran fracaso demócrata se concreta en que hoy se hable más de la capacidad de Biden que de los argumentos peligrosos y delirantes de Trump.
Los demócratas se enfrentan ahora a un momento grave de crisis de confianza. Tratar de cambiar al candidato, especialmente si Biden no quiere, es una operación de altísimo riesgo a estas alturas que no se puede ejecutar al calor de los tuits o las columnas de opinión. Los demócratas ganan elecciones con el argumento de que Trump es un peligro para la democracia misma, porque lo es. Una mayoría de votantes así lo entiende. Pero han confiado demasiado en que poner a Trump en el centro de la campaña era suficiente para ganar por oposición. Ahora, la campaña es sobre Biden, y para eso no parece haber una estrategia preparada. Las presiones para buscar una solución se han disparado en las últimas horas. El dique contra Trump se resquebraja, y el mundo contiene la respiración.