

Por Óscar Domínguez Giraldo
En mi niñez, cuando me perdí unas horas, mi mundo cabía en una cajetilla de cigarrillos Pielroja. El peluquero del barrio nos motilaba por cajetillas vacías que recogíamos del suelo. Los centavos que nos daban los domingos en casa para la peluqueada, reencarnaban en cine, mecato, alquiler de revistas o bicicletas.
Nos movíamos en este escenario: A la casa no habían llegado la nevera, el televisor, ni el teléfono; conocíamos el mar en fotos; la gente se moría de pulmonía, no de plomonía; el periódico nunca llegaba a tiempo ni a destiempo; si el violín es toda la orquesta, la radio encarnaba todos los medios. Con sus manos de pianista, las comadronas atendían los partos.
Las mamás curaban a sus críos a punta de mentolín, alcohol, mejoral y babas con sal. El turismo, muy Sisbén, consistía en frecuentar el Bosque de la Independencia, subir al cerro Picacho, ir al Parque de Bolívar, ver aterrizar aviones en el Olaya Herrera. Más que querer a Dios, le temíamos. Sólo teníamos tiempo de ser felices. En Semana Santa estrenábamos de pie a cabeza y comíamos un pescado seco que nos hacía dudar de la existencia del viento.
En este escenario, repito, un día me perdí unas horas al nororiente de Medellín. De pronto me encuentro solo contra el mundo. El barrio por el que camino me es hostil. Las ventanas no me cuentan ningún secreto. Los zaguanes me abruman con su silencio y su nada geográfica. Ningún rostro, ninguna sonrisa, ninguna puerta me es familiar.
El espejo retrovisor me regaló estos recuerdos de infancia a raíz de reciente pérdida de una gorra de pensionado que dejé olvidada en un alimentador del sistema metro.
Había salido a leer el paisaje citadino. Ese día, estos huesitos me llevaron a Envigado. Incliné el pescuezo al pasar por las casas de la maestra Débora Arango, nuestra vecina de Casablanca, y por la antigua sede del colegio La Salle, donde algo nos desasnaron.
En el parque principal vi jugar ajedrez, recordé la tienda de Tatán, me ví tomando tinto en el bar La Yuca, y esquivé palomas que trataron de condecorarme “desde la comba altura”.
Transcurridas unas horas emprendí el regreso a los pájaros de mi barrio, tristón por la pérdida de mi gorra. Cuando me disponía a bajarme del alimentador, milagro: Vi mi gorra en el sitio donde la había olvidado. ¡Había abordado el mismo bus de la ida! Me le tiré en plancha a la cachucha made in China. Gracias, ladrones honrados, por respetar lo ajeno.
Caminante: si encuentras las horas que duré extraviado de niño, por favor, déjalas en la oficina de objetos perdidos del metro. Allí se quedarán. ¿Qué podría hacer este “proustático” ciudadano con ese tiempo perdido, recuperado cuando empiezo a coquetearle al barrio de los acostados?
Dejar una contestacion