Por Natalie Alcoba
Fotografías por Sarah Pabst
Reportando desde Buenos Aires
Las copas de vino tintineaban en una joya culinaria art nouveauque se regodeaba en su esplendor restaurado. Era la noche de las degustaciones en esta cafetería de más de cien años convertida en restaurante en el antiguo zoo de Buenos Aires, mientras de la cocina salían tartar de remolacha, chipirones a la plancha y un perfecto ojo de bife, perseguidos por una mousse de chocolate aterciopelada.
“Está claro que apostamos fuerte a que hay oportunidad en Argentina en el sector gastronómico”, dijo Pedro Díaz Flores, durante una visita al restaurante Águila Pabellón, del que es copropietario, el decimoséptimo emprendimiento gastronómico que ha abierto en Buenos Aires en los últimos 18 meses.
En Buenos Aires, la cosmopolita capital argentina, está floreciendo un panorama culinario de talla mundial. Esto no sería necesariamente noticia si no fuera por el hecho de que Argentina se encuentra en medio de una crisis financiera extraordinaria.
La inflación supera el 114 por ciento —la cuarta tasa más alta del mundo— y el peso argentino se ha desplomado, con una caída del 25 por ciento en tres semanas de abril.
Sin embargo, es la caída del peso lo que está impulsando el auge del sector de la industria de restaurantes. Los argentinos están ansiosos por deshacerse de la moneda lo antes posible, y eso significa que las clases media y alta salen a comer más a menudo, y que los dueños de restaurantes y chefs están volviendo a invertir sus ingresos en nuevos restaurantes.
“Las crisis son oportunidades”, dijo Jorge Ferrari, propietario de restaurantes desde hace tiempo que recientemente reabrió un histórico restaurante alemán que había cerrado durante la pandemia. “Hay gente que compra criptomonedas. Hay gente que irá hacia otros mercados de capitales. Yo lo que sé hacer es esto”.
El auge, en cierto modo, es una fachada. Todo el mundo parece estar pasándola bien. Sin embargo, en gran parte del país, los argentinos a duras penas sobreviven y el hambre va en aumento.
Y en los círculos más acomodados, la fiebre de salir es un síntoma de la disminución de la clase media que, al no poder permitirse grandes compras o viajes, opta por vivir el aquí y el ahora porque no sabe lo que le deparará el mañana ni si su dinero valdrá algo.
“El consumo que tienes es un consumo para la satisfacción. La felicidad del momento”, dijo Ferrari.
La ciudad de Buenos Aires, que ha estado tratando de promover su panorama culinario, ha registrado el volumen de platillos vendidos en una muestra de restaurantes cada mes desde 2015. Las cifras más recientes, correspondientes a abril, muestran que la asistencia a restaurantes está en uno de sus niveles más altos desde que comenzó el registro, y un 20 por ciento más elevado que en su momento más alto en 2019, antes de que empezara la pandemia de coronavirus.
No son solo los venerados lugares de moda los que están prosperando. En Buenos Aires, zonas residenciales poco conocidas se han convertido repentinamente en destinos para influentes sibaritas, lo que luego lleva con rapidez a nuevas multitudes de porteños, como se conoce a los residentes de la capital.
Hay coctelerías con prestidigitadores de la mixología, espectáculos de drags mientras se cena, pastelerías veganas, patios verdes y fusiones de gastronomías globales de chefs que aprendieron en cocinas de todo el mundo. Uno de los sitios de moda, Anchoíta, un giro moderno a la comida argentina, no tiene reservas disponibles sino hasta el año que viene.
Aunque la devaluación de la moneda también ha atraído de nuevo a los turistas a Buenos Aires a medida que la pandemia ha ido remitiendo, son los lugareños los que están saliendo con intensidad.
Según Santiago Manoukian, economista de Ecolatina, una consultora de Buenos Aires, el auge de los restaurantes es un fenómeno que atraviesa a todas las clases sociales, aunque está impulsado en gran medida por las rentas medias y altas, muchas de las cuales han mantenido sus ingresos al mismo ritmo que la inflación, pero aun así han tenido que adaptarse a la crisis.
Para algunas personas de la clase media en particular, gastos como unas vacaciones o un auto han quedado en buena medida fuera de su alcance, por lo que se dan otros gustos.
Pero incluso los trabajadores independientes con ingresos más bajos, que vieron sus ingresos reducirse en un 35 por ciento desde 2017, según los datos recogidos por Ecolatina, están comiendo fuera antes de que su dinero se devalúe aún más, dijo Manoukian.
“Es producto de las distorsiones que sufre la economía Argentina”, dijo. “Tenés pesos sobrantes que se van quemando todos los días por el paso de la inflación y tenés que hacer algo porque sabes que lo peor que podés hacer es no hacer nada”.
En un huerto de Buenos Aires junto a una cancha de tenis, Lupe García, propietaria de cuatro restaurantes en la ciudad y otro a las afueras, se agachó y partió lo que parecía una sandía en miniatura, pero en realidad era un cucamelón, una fruta del tamaño de una mora.
Estaba rodeada de lechugas, perejil, menta, alfalfa y hojas púrpura de shiso rojo utilizadas para hacer tempura en uno de sus restaurantes. El huerto, propiedad de García y gestionado por agrónomos de la Universidad de Buenos Aires, refleja el gusto cambiante de los habitantes locales, que los restaurantes de García han ayudado a cultivar.
En febrero abrió su establecimiento más reciente, Orno, una pizzería de estilo napolitano y de Detroit, en el muy de moda barrio de Palermo.
Sin embargo, aunque la crisis de la inflación ha atraído a más clientes a los restaurantes, también ha añadido otra capa de complejidad a sus operaciones.
Para ahorrar gastos, García ha cambiado los menús impresos de todos sus restaurantes por códigos QR de páginas web que su equipo puede modificar rápidamente.
“Entregan la carne y tu proveedor te dice: son 20 por ciento más”, dijo, “y tenés que darte vuelta y subir todo”.
No obstante, según García, la explosión de aperturas de restaurantes hace que sea un momento emocionante para dedicarse a este negocio, ya que los competidores piensan en cómo atraer a los comensales de forma creativa.
“También está en el ADN porteño salir todos los días”, dijo. “Yo no sé si hay tantas ciudades que salen tantos días como en Buenos Aires”.
En un nuevo y animado local de comida callejera en un callejón cerca del Barrio Chino de Buenos Aires, Victoria Palleros esperaba unos fideos en Orei, un local de ramen en el que los platillos suelen acabarse.
“Yo siento que la generación anterior a la nuestra piensa más en el ahorro, pero nosotros no”, dijo Palleros, de 29 años y empleada pública.
Muchos argentinos compran dólares estadounidenses físicos para ahorrar, pero “comprar 100 dólares son casi la mitad de un sueldo para los jóvenes”, dijo, y añadió: “Y la verdad que creo que preferís hacer estos planes y vivir bien en tu semana en vez de vivir muy justo todos los meses”.
A Palleros le encantaría poder ahorrar para comprarse un apartamento, dijo, pero eso es imposible.
Mariano Vilches y Natalia Vela, un matrimonio que se encontró entre hordas de gente en una feria de comida francesa el domingo por la tarde, llegaron a una conclusión similar sobre disfrutar de la vida todo lo que puedan a pesar de las dificultades económicas.
Vela, de 39 años y asistente administrativa, dijo que ya no pueden permitirse viajar, pero siguen comiendo fuera unas tres veces al mes. “Satisface una necesidad”, añadió Vilches, de 43 años, agente inmobiliario. “Tenés que comer. No tenés que comprarte esa campera”.
Como resultado, lugares como Miramar, en el barrio obrero de San Cristóbal, han permanecido abarrotados a la hora de almorzar y cenar. El emblemático restaurante, con salamis colgando en la entrada y fotos de letristas de tango enmarcadas en la pared, ha pasado por varias crisis financieras desde que abrió sus puertas en 1950.
Pero ahora, cuando Argentina atraviesa quizá uno de sus peores momentos económicos, Miramar está más lleno que nunca, según Juan Mazza, el gerente.
“No sé si es una contradicción”, dijo. “La crisis está. Con la poca plata que tengo, la quiero disfrutar”.