Por Óscar Domínguez G.
Nacido hace cien años y monedas, el 22 de marzo de 1922 en Estrasburgo, Francia, Marcel Marceau heredó la pantomima de los griegos quienes no sólo produjeron Demóstenes que masticaba piedritas para poder hablar de corrido, como ciertos oradores. También hubo Demóstenes y Platones del silencio, del gesto.
Fallecido a los 83 años (sep. 22 de 2007) Marceau nos dio varias veces con su arte en Colombia, la última 2005, cuando anunció su retiro definitivo del silencio, otra de las bellas artes.
La última vez estuvo presente a través de la Compañía “Mr. et Mme. O” en el Teatro Colón y en un Taller de Teatro Gestual (Teatro Delia Zapata), convocados a instancias de la embajada de Francia. Algo empeñamos para ver en acción al señor Marceau.
“El silencio es algo que existe en el interior de uno mismo. Para mí el silencio es una música interior. Es necesario para encontrarse a sí mismo y para encontrar la paz”, filosofaba este artista que sufrió los horrores del nazismo dada su condición de judío. En 1944 los nazis asesinaron a su padre, deportado al campo de concentración de Auschwitz.
Fue considerado el «más grande mimo contemporáneo». Debe ostentar una marca mundial no reconocida por el Guinness, como el hombre que más ha hablado sin caer en la tentación pedestre de pronunciar palabras. Nuestros políticos criollos deberían hacer un cursillo intensivo de Marceau.
Después de perseguirlo por el escenario uno se pregunta: ¿La lengua para qué? Dan ganas de empeñar esa lengua. O de prepararla alcaparrada.
Marceau es el papá de Bip, su personaje inolvidable, el sumo pontífice de los mimos. Él solito es una escuela porque tiene la sospecha de que, salvo sus paisanos de la Academia Francesa, el resto de los mortales somos mortales.
No hay que acreditar carné de intelectual puro ni impuro para disfrutarlo. No es sino mirarlo con los ojos del asombro.
Los niños sí que lo paladean. Al fin y al cabo un mimo es un mago a partir de sus gestos. Esto lo saben los «locos bajitos» que son los dueños de la imaginación. Marcean tenía como referente a Chaplin. Alguna vez se encontraron: Marceau besó sus manos en agradecimiento.
Los adultos nos gastamos medio cerebro tratando de traducir lo que quiso decir el mago Marceau, o inventando aplausos para llenar los vacíos que a veces nos produce el oficio de este Pierrot sorprendente.
El matinal, el matiné, el vespertino y el nocturno de la pantomima pasa por este hombre que moldeó el silencio con sus manos, como si fuera de barro.
Si quiere disfrutar el mejor de los goces estéticos, déjese masajear el alma y su ventrílocuo el corazón con gestos que van desde una “certaine sourire” hasta su antípoda la lágrima. O sea que en su oficio refleja lo que sucede a cada minuto en la aldea global.
La pantomima es el verdadero esperanto: lo sentimos cuando en tierra extraña nos volvemos mimos para solicitar un plato de comida con las ganas, el gesto, el hambre, o simplemente los dedos. O cuando nos disfrazamos de mimos para alguna fiesta.
En ese instante hacemos un fugaz reencarnación de M. Marceau. Menos mal que el artista no se entera de que estamos estropeando su arte universal mediante el cual vuelve visible lo invisible y viceversa. Marceau perdone a las malas imitaciones. Pero es con mucho gusto…
Su rostro vestido de blanco dispara metáforas por todos los poros. No es un hombre. Parece una manifestación por todo lo que ejecuta.
De pronto se ayuda con música, generalmente de Mozart, su preferido. O con un chorro de luz que le ayuda a desaparecer. O a reaparecer, a la manera del mago David Copperfield quien admite que se copió de su arte.
Cuando este BIP – tan VIP – pasa, es el mimo Chaplin – su primera gran influencia- el que pasa-. Amerita repetirlo. O Buster Keaton, otro de sus gurúes. O Étienne Decroux en quien reconoce su mayor maestro “porque uno no puede ejercer un arte sin haber tenido un maestro”.
Marceau globalizó el arte del silencio. “Yo pienso que toda la vida es un mensaje. En todo lo que hacemos estamos mostrando lo que se hace en el mundo”, comentó en una entrevista hecha en otro anuncio “definitivo” sobre su retiro.
Ha dicho que “cuelga” el gesto como esos toreros nostálgicos que generalmente vuelven al ruedo. Ojalá pase siempre lo mismo con M. Marcel. Paz sobre su eterno silencio.
ENTREVISTA DEL DIARIO EL MUNDO, DE MADRID
Pregunta.- Usted sólo vio una vez a Charlie Chaplin. ¿Cómo fue?
Respuesta.- Fue en 1967. Roger Vadim estaba rodando Barbarella y me pidió que hiciera un papel. Fui al aeropuerto de Orly con dos periodistas camino del rodaje. Vi a Charlot con cinco de sus nietos. Para mí era un dios. Yo no sabía si me conocía. Hablamos largo rato y los dos imitamos a Charlot. Fue formidable. Cómo lamento haber dicho a los fotógrafos que no me acompañaran. Pero no quería que Chaplin pensara que quería hacerme promoción a su cuenta. Al final le dije que no podía expresar con palabras lo que sentía por él porque yo todo lo expreso sin palabras. Así que cogí su mano y se la besé. Y a él se llenaron los ojos de lágrimas. Charlot estaba casi olvidado en el 67. Los niños no le pedían autógrafos. Hacía años que no hacía películas. Yo representé a todos los cómicos que le rendían homenaje. Para mí es un recuerdo inolvidable.
P.- ¿Charlot es su infancia?
R.- Yo tenía cinco años cuando iba a ver las películas de Charlot. Le imitaba en la calle y en una colonia de vacaciones que tenía mi tía. Fue mi primera troupe.
P.- ¿Por qué otros personajes siente admiración?
R.- Por Picasso, por Goya. Por los grandes maestros de la danza española, Escudero, Antonio, Carmen Amaya. La danza española tiene una gran calidad y está próxima del mimo. Tiene una gran fuerza dramática. El bailarín zapatea y mima arabescos con las manos. Es una síntesis extraordinaria de Oriente y Occidente. Soy un enamorado de España. Yo tenía 13 años cuando estalló la Guerra Civil española. Escribí 250 páginas en un cuaderno escolar, con dibujos. Es la historia de dos amigos, uno combate con los republicanos y el otro con Franco. Uno mata al otro sin querer durante la guerra. Lo conté siguiendo todas las batallas. Guardo el libro como una reliquia. Algún día se publicará.
P.- ¿Le chapeau melon es su homenaje a Charlot?
R.- Sí, pero no sólo eso. Es una historia surrealista de un hombre que quiere quitarse ese sombrero conformista de la Inglaterra victoriana. La época en que no se entraba en un restaurante sin corbata. La época en que Chaplin hizo Luces de la ciudad, la época de las diferencias de clase. El hombre (un funcionario humilde) quiere desembarazarse de su sombrero para comprarse uno estilo Rodolfo Valentino porque quiere seducir a la cajera del pub. Pero el sombrero hongo está enamorado de él y no se lo puede quitar de la cabeza. En esta historia rindo homenaje a Chaplin porque Charlot era un vagabundo que quería conservar su dignidad y vestir con corbata como un modesto funcionario.