Por Octavio Quintero
Les parece impropio a algunos que haya salido gente el 15.11 a manifestar su respaldo al gobierno Petro en sus primeros 100 días. Y, efectivamente, es raro. Podría decirse que la gente solo considera válido salir a la calle a manifestarse contra los gobiernos; y, de vuelta, a los gobiernos les parece una misión implícita al cargo defenderse de la gente, inclusive atropellando sus derechos. La abundante literatura y legislación, tanto interna como internacional, protegiendo y garantizando la protesta social, confirma el aserto.
Y, aunque no se reconociera formalmente la protesta social, como de hecho se prohíbe y ataca en regímenes autoritarios, no hay sociedad, como conjunto de individuos que se relacionan entre sí, que no contenga intrínseco poder basado en lo consuetudinario e idiosincrático, que se manifiesta formal o informalmente, del que ha devenido todo el derecho positivo encargado de salvaguardar, precisamente, la convivencia dentro de esas costumbres y rasgos colectivos o praxis social.
Además, las manifestaciones públicas en pro de los gobiernos están llamadas a servir como contrapeso del poder mediático que, en esencia, detenta la facultad de calificar y decirnos cómo marcha el gobierno de turno, no siempre con objetividad, dado que los más influyentes medios pertenecen a grupos económicos y políticos dominantes, y resulta obvio que sus encuestas, informaciones, editoriales y columnas de opinión tiendan a parecerse a lo que esos grupos desean y defienden. En esto, las redes sociales rompen el esquema mediático; y el paso siguiente, sería la institucionalización de las hoy raras manifestaciones públicas en pro.
Sigo en la creencia de que ese camino está señalado por Petro, a sabiendas de que los medios tradicionales no le iban a ser propicios en vista de sus propuestas de cambio que atacan privilegios enquistados a lo largo de muchos años en favor de unos pocos y, por ende, en contra de muchos. La señal más directa la lanzó el Día de la Raza (12 de octubre), ya no como discurso político sino como propósito nacional, cuando instó a la gente a salir a las calles a presionar los cambios propuestos, “si el gobierno se chichipatea… Se necesita (añadió), de millones y millones de personas en las plazas, en las calles, en la universidad, en el campo y en la gran ciudad dispuestas, de verdad, a presionar por el cambio”.
Un gobierno como el de Petro, asediado por los mismos con las mismas, como lo hemos visto en las primeras escaramuzas de cambio, no le queda más refugio que el pueblo… Pueblo hay que meterle a las encuestas sesgadas; a las politizadas hipótesis económicas; a la cizaña de los medios de comunicación; al Congreso, si persiste en sus fueros corruptos… Pueblo hay que meterle a la justicia social, y así sucesivamente.
Es bien distinto meterle pueblo al gobierno, a meterle comunicaciones oficiales, como muchos insisten en recomendar a Petro; y, de hecho, todos los gobiernos manejan sus propias comunicaciones, más, en los regímenes autoritarios, contribuyendo, de paso, a la mala hora del periodismo universal. El de Occidente, con motivo de la intervención militar, o invasión, de Rusia a Ucrania, es protuberante ejemplo al canto.
¿Puede el poder popular devenir en el temido Estado de opinión? ¿Qué es, y por qué es bueno en unos casos y malo en otros? Vamos por partes, aunque a vuelo de pájaro:
Encierra contradicción política tachar el poder del pueblo de “veleidoso, manipulable, inseguro e incierto”, como se estila, en momentos en que se precisa su decisión en las urnas a través de una constituyente, plebiscito o referendo; pero muy democrático cuando se le convoca, por el mismo procedimiento, a elegir Presidente y Congreso.
Lejos están las democracias parlamentarias de llegar al Estado de opinión, y con esto queda contestada la pregunta inicial… Y el avance de la democracia directa en los países nórdicos (Suecia, Dinamarca, Finlandia, Islandia y Noruega) es lo que los mantiene al tope en el índice global del buen gobierno.
Pasando a otro plano, el mundo occidental se ha dado unas constituciones al calco de intereses capitalistas. Así, aunque prevalezca en las cartas constitucionales el principio del “Estado Social de Derecho”, para significar, entre otras interpretaciones, que el interés general (el de la sociedad) está por encima del interés particular (el de los individuos), en la práctica, el término social, ha sido relegado a simple muletilla retórica, porque, lo primero que se sacrifica, en toda interpretación legal de ese texto, es el interés general. Sirve de ejemplo al paso, la Regla Fiscal, vigente desde la Europa Occidental hasta Latinoamérica, que obliga a los gobiernos a priorizar la deuda pública antes que el gasto social, con el fin tener buena nota de las calificadoras de riesgo, otro engendro supranacional del neoliberalismo. El sistema ha trastrocado el valor holístico del Estado Social de Derecho, sacralizando el Estado de Derecho y demonizado el Estado Social.
Si se mira bien, dentro del imperante sistema capitalista hay inmerso un Estado de opinión clasista porque, entre otras condiciones, para que una opinión sea dominante, tienen que alinearse los poderes político y factico; y, como resulta obvio, con un gobierno que se propone cambiar el estatu quo, no habría alineación posible. Y, con esto, queda resuelta la segunda pregunta, es decir, cuando el sistema descalifica el poder popular, es porque teme el menoscabo del interés clasista.
Conclusión: en los regímenes presidencialistas, donde el poder mediático se ha encumbrado poco menos que a una mediocracia de facto, no debieran ser esporádicas sino periódicas y normalizadas las calificaciones del pueblo sobre el gobierno de turno. Hasta 1968 funcionaron en Colombia las llamadas elecciones de mitaca; Estados Unidos conserva la norma y acaba de pasar la llamada elección de mitad periodo.
Fin de folio.- Si Occidente no le pone tate quieto a Zelenski, alguna de sus ‘jugaditas’ para desencadenar una guerra mundial alrededor de la invasión de Rusia a Ucrania, puede funcionar.