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por Melissa Sanchez y Maryam Jameel, fotografía por Sofia Aldinio, en reporte especial para ProPublica
Dan Meyer, el jefe de policía de Whitewater, Wisconsin, llevaba meses preocupado por la aparentemente repentina llegada de cientos de inmigrantes nicaragüenses a este apacible pueblo universitario. Pero rara vez tuvo la oportunidad de hablar directamente con alguno de ellos; la mayor parte de lo que sabía, lo había aprendido de sus oficiales.
Entonces, una tarde en noviembre de 2022, un hombre llamado Ariel se presentó en la estación de policía.
Meyer, que tenía 35 años en aquella época, había estado intentando comprender lo que estaba pasando desde ese enero, cuando sus agentes respondieron a una serie de incidentes inusuales relacionados con los inmigrantes recién llegados.
Se encontraron a niños pequeños solos en un apartamento mientras sus madres estaban en el trabajo. Una familia estaba viviendo en un cobertizo con temperaturas bajo cero. Una niña de 14 años dijo que su padre la forzaba a trabajar en una fábrica en vez de ir al colegio.
Mientras avanzaba el año, la policía respondió a un aumento de llamadas desde un complejo de apartamentos que antes estaba lleno de estudiantes universitarios y ahora albergaba a familias de inmigrantes, incluso casos en que dos o tres familias vivían juntas para ahorrar en el alquiler. Meyer y otros funcionarios de la ciudad se reunieron con gente en todas partes del pueblo, incluidos los gerentes del edificio de apartamentos, para buscar formas de aliviar el hacinamiento y otros desafíos que veían enfrentar a los inmigrantes.
Lo que mantenía a sus agentes más ocupados eran los nicaragüenses que manejaban sin licencias, a menudo sin seguro de automóvil e incluso con poca experiencia detrás del volante. Pocos hablaban inglés, y muchos no tenían identificación gubernamental de ningún tipo o presentaban documentos falsos a los agentes. Como consecuencia, las paradas de tráfico que deberían tomar 15 minutos se alargaban durante largas horas de investigación mientras los oficiales, que usaban las aplicaciones de traducción, investigaban los verdaderos nombres y la información de los conductores.
En medio de todo esto, Ariel se presentó en la estación. Se había mudado a Whitewater en 2020 y se había estado construyendo una nueva vida para sí mismo y su familia. Había encontrado un trabajo en el pueblo clasificando materiales de reciclaje y basura, y había traído a su pareja e hijo desde Nicaragua. Asistían a la iglesia, pasaban tiempo con su círculo familiar y reconectaban con amigos que se habían trasladado a Whitewater desde las mismas comunidades en las montañas del norte de Nicaragua.
Ariel, que tenía 43 años en ese momento, era uno de los conductores sin licencia de los cuales el jefe de policía había escuchado tantas cosas. No había conseguido una licencia porque no podía: Aunque Wisconsin ofrece una vía para que los solicitantes de asilo puedan obtener una licencia, Ariel no tenía toda la documentación que necesitaba, ni siquiera su pasaporte nicaragüense, para hacer la solicitud.
De todas formas, conducía. Parecía imposible hacer todo lo que necesitaba hacer – ir al trabajo y al colegio de su hijo y a la tienda – sin manejar, y la mayoría de las veces se las arreglaba para salirse con la suya. Ariel solo había recibido una única multa por manejar sin licencia. Después, aproximadamente un mes antes de la visita a la estación de policía, tras hacer una parada en un bar para tomar unas cervezas, se había puesto al volante y su auto había terminado en una zanja.
Ariel presentó a los oficiales de policía una cédula nicaragüense falsa que había usado para conseguir trabajo. Era la única que tenía dado que su permiso de trabajo todavía no había llegado. Después de su arresto, su pareja le había dicho que ojalá no volviera a manejar borracho. Solo unas semanas más tarde, un conductor estadounidense de 21 años la atropelló cuando ella intentaba cruzar una calle de noche.
El permiso de trabajo de Ariel llegó una semana después de la muerte de su pareja. Esto lo motivó a tomar el día libre en el trabajo esa tarde de noviembre y caminar el kilómetro y medio que separaba su casa de la estación de policía. Quería dejar las cosas claras. Esperaba que esto le ayudara a poner la vida en orden para él y su hijo.
Meyer interrumpió lo que estaba haciendo para reunirse con Ariel. Había muchos aspectos que Meyer disfrutaba en su rol al frente del departamento de policía de esta ciudad de aproximadamente 15,000 personas. Pero echaba de menos hablar con los residentes. Hizo lo mejor que pudo para presentarse a Ariel en español, un idioma que había tratado de aprender en la universidad sin nunca llegar a sentirse cómodo hablándolo. Pidió a una empleada bilingüe del condado que trabaja en la estación que se uniera a ellos.
El jefe escuchó, asombrado, mientras Ariel pedía perdón por haber presentado una cédula falsa a los agentes. Meyer había sido un oficial de policía durante más de 12 años y había sido nombrado jefe recientemente, pero todavía sentía nervios cuando veía las luces azules y rojas destellando en su retrovisor. Creía que había una brecha de confianza entre su departamento y los nicaragüenses que estaban llegando a Whitewater, pero aquí estaba Ariel, entrando por su propia voluntad en una estación de policía para confesar que había hecho algo mal.
La conversación entre Meyer y Ariel no duró mucho más de 15 minutos. Antes de marcharse, Ariel le preguntó al jefe si había algo que podía hacer para manejar sin tener problemas con la ley. Meyer le dijo que necesitaba conseguir una licencia. Ariel le dio las gracias y volvió caminando a casa, y a su hijo pequeño que ahora tenía que cuidar solo.
Meyer se preguntó sobre Ariel, sobre qué lo había traído a Whitewater, pero no le hizo preguntas sobre este tema. Volvió a su trabajo, de vuelta a intentar determinar cómo sus agentes debían responder a los residentes más nuevos del pueblo. Y, durante el siguiente año, habló con concejales municipales y con cualquiera que se prestara a escuchar sobre los retos que enfrentaba el escaso personal de su departamento.
El jefe pensó en las responsabilidades que Washington tenía en relación a lo que estaba pasando en Whitewater; después de todo, era el gobierno federal que operaba el sistema de inmigración de la nación. Con el apoyo de miembros del concejo municipal, Meyer escribió una carta al Presidente Joe Biden pidiendo ayuda.
Meyer, que había pasado su carrera en Whitewater, sería el primero en decir que no sabía mucho sobre la inmigración, aunque estaba intentando aprender. Nunca había prestado atención a la política de inmigración antes de la llegada de los nicaragüenses al pueblo. Para empezar, no era su área de responsabilidad. Y sabía lo muy polarizador que podría ser el tema.
Pensaba, al menos, que sabía.
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