Editorial
El presidente de Argentina, Javier Milei, inició el miércoles pasado el desguace del Estado con el anuncio de más de 300 reformas que cambian buena parte del ecosistema político, económico y social del país sudamericano. Sin discusiones previas, Milei redujo por decreto derechos laborales, anuló decenas de leyes, desreguló el sistema de salud, abrió la puerta indiscriminada a las importaciones, limitó la capacidad regulatoria del Estado y prometió privatizar empresas. El presidente hizo el anuncio con toda pompa, acusando a sus detractores de ser una “minoría ideologizada” que defiende un “modelo empobrecedor”.
El alcance de las reformas está aún por verse. Con el argumento de la “necesidad y urgencia” del momento, el ultraliberal decidió dar la espalda al Congreso, el ámbito natural de debate en una democracia republicana como la argentina. El país necesita cambios profundos, de eso no hay duda. La crisis económica devasta el poder adquisitivo de los ciudadanos y la pérdida de confianza en la clase política avanza peligrosamente. Pero eso no ha de servir de excusas para proceder sin consensos. Reformas estructurales de semejante calado no deben salir de la pluma iluminada de un presidente, sino del acuerdo.
Milei se ha embarcado en una aventura que augura una altísima conflictividad social. Las víctimas que quedarán en el camino tienen derecho a la protesta. La respuesta oficial ha sido la extorsión descarada a los más pobres: a aquellos que no estén de acuerdo con los cambios y decidan salir a la calle se les amenazó con quitarles la ayuda de la que dependen, en muchos casos, para comer.
Los tintes autoritarios del nuevo Gobierno argentino llaman la atención. Si el que se opone es un enemigo queda poco espacio para el diálogo político. Milei peca de exceso de confianza. El 56% de los votos que obtuvo en la segunda vuelta electoral de noviembre pasado no pueden hacernos olvidar que su caudal en el primer turno apenas superó el 30%. Los argentinos votaron por un cambio, pero no por el avasallamiento de derechos largamente adquiridos, como el de la salud y la educación públicas. Argentina avanza hacia un modelo de “sálvese quien pueda”, el revés de aquel que alguna vez lo puso a la vanguardia regional en cuestiones sociales.
No basta con pedir ayuda “a las fuerzas del cielo” para que el daño no se produzca. Los partidos políticos todavía tienen mucho que decir en Argentina. Deben, en parte, garantizar que los cambios que propone el presidente sean constitucionales, fruto de un debate parlamentario, y en el que tengan voz quienes padecerán el peso del desguace del Estado que se avecina. Es responsabilidad de todo gobernante velar por la paz social, el consenso y el equilibrio de poderes, sin prepotencia y escuchando todas las voces. Milei ha tomado el peor de los caminos posibles.