Por Oscar Domínguez Giraldo
In illo tempore, los días como hoy, 28 de agosto, día de San Agustín, había comida de varios trinchetes en el seminario de La Linda, a dos rosarios de Manizales. Echaban la casa por el campanario y el púlpito al mismo tiempo. Misa de dos yemas, en latín, claro, y de espalda a la respetable feligresía.
Había recorderis de la regla de Agustín (354-430) nacido en Tagaste, África, actual Argelia, que dejó colgada de la brocha a Floria Emilia, “de cuya unión”, hubo un hijo, Adeodato.
En una novela de Jostein Gaarder, el mismo de El mundo de Sofía, Floria Emilia le ajusta cuentas a Aurelio Agustín por haberla preferido a la teología. Primero el amor, Dios puede esperar, es la tesis de Floria en el bello libro.
“Ante omnia, fratres carísimi, diligatur Deus, deinde proximi…”, (en traducción libre: Parceros, primero amen a Dios y después al prójimo) empieza la regla de Agustín en el latín que hemos olvidado después de haberlo estudiado todos los días. Le metíamos el diente a la traducción de las catalinarias de Cicerón.
Conservo calificaciones del Colegio Apostólico que en octubre apagará las primeras noventa velitas de su fundación. Sobresalía en latín, preceptiva literaria y ortografía. Siempre he sido un ducho a la hora de poner el punto final o seguido. Las comas no se me dan. Menos el punto y coma.
Como Dios hace las cosas bien, como Carvajal, fui llamado pero no escogido. Me alcanzó para foto con el hábito agustiniano. Nos fue bien a los pichones de frailes: nos ahorramos curas pedófilos. Cero acosos en una época en la que ver la sota de bastos, o las bellas montañeras de La Linda que iban a misa, nos alborotaban la bilirrubina sexual que después convertíamos en materia prima de sueños eróticos. (Pedíamos como San Agustín en sus Confesiones: Señor, hazme casto, pero no todavía).
In illo tempore, las familias soñaban con tener, mínimo, un cura en casa. Más que un papa en el árbol genealógico, las madres querían desembarazarse de los que jodíamos demasiado.
Decidí que tenía vocación cuando me prometieron que volaría a Manizales en Superconstellation, de Avianca. Caí en la tentación porque lo malo de no caer en ellas es que no se vuelven a presentar, decía Wilde. Llegué al aeropuerto de Santágueda, “muy tieso y muy majo”, de pantalón largo, otra exigencia mía. No me cambiaba ni por Dios mano a mano.
No me aburrí un solo día de los tres años, un mes y ocho días que pasé enclaustrado, o sea que el encierro por esta pandemia me agarró con experiencia. Supongo que las bases culturales y morales recibidas nos ayudaron a transitar por este acabadero de ropa que es el mundo, como se dice en la jerga conventual.
No he sido un dechado de perfección. Lo he hecho lo mejor que he podido. Que tampoco es mucho. Pero nunca he tenido la casa por cárcel. Me he ganado la casa por casa.
Deserté del seminario al tercer año. El regreso a casa se produjo, no en Superconstellation, sino en Flota Arauca que molía rancheras.
Una tarde lluviosa me veo depositado en la autopista, al lado del Gran Pandequeso, de Envigado, con mis chiros metidos entre una caja de lata.
En el seminario nos animaban a escribir. Los frailes eran exigentes a la hora de las correcciones. Teníamos clases diarias de español y redacción.
De pronto nos llevaban a cine nocturno en Manizales. Una mano “ad hoc” se encargaba de tapar los besos que se iban a dar los mexicanos Joaquín Cordero y Ana Luisa Pelufo. No había que darles materia prima a los seminaristas para sus sueños eróticos que había que confesar después. Pecar, ni con las ganas.
Como lagarto madrugador, logré que me permitieran barrer la biblioteca en la mañana. Era poco lo que barría y más lo que leía. Allí me encontré con el fruto prohibido: el Index librorum prohibitorum. El pecado de lector no lo confesaba porque me ponían a barrer el refectorio (restaurante). O los baños.
San Agustín decía que la riqueza no está en tener mucho sino en necesitar poco. Parece que me he guiado por esa directriz. He sido tan exitoso que nunca conseguí plata. Le pediré a Santa Rita de Casia, abogada de imposibles, también agustina, que me depare el baloto, pruebo cómo es eso de ser rico y regreso a mi pensión de reportero. Agarro el paraguas y me abro.