Días de censo

Los censos del DANE. Foto El Tiempo

Por Óscar Domínguez Giraldo

Entre gallos y medianoche recuerdo el día del primer censo que me tocó. La década del cincuenta transcurría a paso de ganso. El Niño Dios era el Niño Dios. No se conocían el estrés, el manicure  ni la lúdica. Todo era pecado. (El útimo censo se realizó hace seis años en enero de 2018. Si los del censo desean que les responda las preguntas que suelen hacer, apuren que la vida es corta).

En el censo de los años cincuenta, la escenografía estaba dispuesta para la insólita liturgia censual, palabreja a la que le doy la cordial bienvenida. Desde la pared, el cuadro del Corazón de Jesús no quería perderse detalle. Hubo baño tempranero y desayuno con un huevo para dos. El día de gastar…

Los hermanos, cuatro mujeres, dos hombres, estudiantes en las escuelas del barrio Aranjuez – algunos de los datos que apuntó el del censo-, lucíamos ropa de pontificar.

Lo más pequeños estrenábamos viejo, vale decir, la ropa heredada del mayor, hecha por mamá Geno en la máquina Singer que le puso banda musical a la infancia. El ama de casa, mi madre, era dentrodera y cocinera. Como no conocía el preservativo de pared llamado televisor, criaba hijos para el cielo. (Gracias al catolicísimo y al precario método del ritmo tuvo otros tres vástagos que nos acompañan desde más allá del sol. Su madre, mi abuela Ana Rosa, vivió 101 años y tuvo 18 hijos y cuatro novedades; mamá Amalita, la abuela paterna, paró la cuenta en diez hijos, siete hombres, tres mujeres).

Ese domingo del censo nos quedamos sin matinal doble en el teatro Laika. La tensión era tal que parecía que fuéramos a recibir al papa. Con el funcionario del censo tuvimos el primer gran contacto con el poder político.

Antes nos las habíamos visto con los poderes eclesiástico y militar. El primero lo encarnaba el párroco que oía en confesión pecadillos ingenuos, como la generación que nos tocó. Me daba envidia el destino de cura. Me llamaba la atención perdonar pecados inventados para romperle el pescuezo a la cotidianidad. Quien te conoce las debilidades del prójimo tiene la sartén por el mango.

Otro pecado andaba suelto por ahí, el original, regalo de Adán y Eva. Nacíamos sobregirados, cargando el bacalao de un pecado ajeno. Este detalle no le interesó al empadronador. La burocracia evade ciertas minucias.

El poder militar estaba encarnado en el policía de la esquina. Era el encargado de garantizar la paz total en la cuadra. (Sería imperdonable olvidar al poderoso médico familiar que lo curaba todo. Cuando el doctor Valencia llegaba a casa era otro día de fiesta. La ciencia médica no había desguazado el cuerpo humano para repartirse las distintas presas por la vía de la especialización).

Por la época del primer censo, aparecemos los tres hermanitos Domínguez: Fernando, Albertico, fallecido, y Óscar. De pie la prima y paisana de Montebello, Rocío Villegas.

MI padre, encachacado, monopolizaba las respuestas que el forastero apuntaba, a lápiz, en un cuadernillo. Los de la base no desatábamos palabra y lamentábamos que ese toque de queda que nos impedía el contacto con la calle, el mejor cuarto de la casa, no se hubiera realizado entre semana para capar clase. 

El censista fue atendido con vino barato y galletas Sultana, la moda de entonces. 

Terminado el ritual, el advenedizo sacaba un papelito, lo untaba con goma y lo pegaba en la puerta. Como ya conocíamos vocales y consonantes leíamos de corrido: Censado. Brazo en alto, el funcionario se despedía, sonriente, satistecho.

Quedamos con la sensación de haber hecho patria, «construido país» en la moderna jerga de los socialbacanos, con los datos suministrados. 

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