Día del periodista: Pensando pensamientos periodísticos

La máquina que agilizó la redacción de noticias. Foto La Vanguardia

Por Oscar Domínguez Giraldo

¿El poder para qué?”, se preguntaba el fallecido maestro Darío Echandía. En el caso de los periodistas, la  pregunta se puede responder así:

El poder es para darnos coba, y felicitarnos varias veces  al año. La primera celebración –la clásica- del día del periodista es el 9 de febrero, día de Santa Apolonia, virgen y, por tanto mártir, invocada contra los dolores de muela. La segunda, el 4 agosto.

El 9 de febrero de 1771 apareció la primera edición del Papel Periódico de Santa Fé de Bogotá. Lo dirigía un cubano que no era beisbolista, ni sonero: era carpintero, inicialmente.

Nuestro hombre, Manuel del Socorro Rodríguez, había venido al país sonsacado por el virrey Ezpeleta quien en La Habana quedó matado con su inteligencia. Y con las eróticas camas que hacía, supongo.

Otro día del periodista  se conmemora el 4 de agosto. Se escogió en homenaje al prócer Antonio Nariño, editor del periódico  “La Bagatela”. 

El periodismo es un destino no solo para ganarse la vida. También es un oficio  para ganar la vida, según el profesor Tomás Eloy Martínez, novelista y  periodista argentino. Tiene razón y le sobra para escuchar tangos más allá de las estrellas, porque ya es carne de eternidad.

Siempre he pensado que esta profesión es la mejor forma de vivir en período de prueba. Y la más animada de ser pobre pero – ojalá- honrado.

Mucho mejor si, además de buenos periodistas fuéramos buenas personas, como lo planteaba el maestro del oficio RYSZARD KAPUSCINSKI, el mejor reportero del mundo como se le conoce.

Mi primer contacto con ese destino que sería mi “modus comendi, vivendi y amandi”, se remonta a mi niñez. En nuestra casa del barrio Aranjuez, en Medellín, la disciplina era tesa. A las seis de la tarde la culecada de hermanos tenía que estar recogida en casita, con las gallinas. (Selfi: Escuela José Eusebio Caro).

Como mi general Rojas Pinilla no había importado aún ese preservativo de pared que era el televisor, una vez enclaustrados venía la consabida tanda diaria de frisoles que tenía como postre un rosario más largo que un día sin internet.

Los kilométricos rosarios que incluían pellizcos maternos para los tiernos durmientes, terminaban con la lectura o la audición de alguna radionovela, como “Lejos del Nido”, de Juan José Botero, donde encontré el nombre para Andrea, mi hija y colega aventajada. Por allí fue entrando un pequeño virus periodístico-literario.

Mi segundo contacto con el periodismo ocurrió cuando vendía  El Colombiano en la plaza principal del municipio de La Estrella, a tres tabaquitos al sur de Medellín.

Sospecho que el oficio se me fue metiendo por ósmosis, por debajo del sobaco, lugar donde los voceadores de prensa solíamos colocar el periódico.

A través de esa prosaica presa, el sobaco, el oficio de voceador se fue convirtiendo en profesión, tic, obsesión, ojalá apostolado.  Todo eso es el periodismo.

La aspiración es no  fallarle a un destino tan bello, exigente, creativo, “trasnochador y moreno”. Y el ideal es lograr que siempre que nos lean, los lectores se queden con algo positivo en su disco duro.

Una pintura está terminada cuando  el espectador la aprecia, dicen los máistros de obra. Y los de pintura, como Picasso. De igual manera, uno se gradúa de periodista cuando lo leen,  oyen, ven. 

Si el tiempo es oro, hacérselo perder a quienes nos gradúan de periodistas,  sería un pecado mortal que amerita paila mocha.

En mi caso, lo único que me choca de este destino, como le decía mi madre a los oficios, es no haberlo hecho mejor.

A estas alturas del partido de mis días, le pongo el desaparecido papel carbón, a lo dicho por don Luis María Ansón, exdirector de la agencia española Efe, donde alguna vez hice turnos de fin de semana: “Hago periodismo para ser querido, no odiado”. 

Algo parecido dijo un señor que redactaba muy bien, García Márquez:  “Escribo para que los amigos me quieran más”.

Como no amar un trabajo que nos plantea a cada paso este reto, regalo del mismo Nobel: “Ser buen escritor consiste en escribir una línea y obligar al lector a leer la siguiente”.  El camello es lograrlo.

Oscar Domínguez: Columnista, periodista y aplastateclas

No ha sido mi empeño cambiar el mundo con mis ideas que son más bien pocas, amén de comunes y silvestres. Es más, son casi obvias. Mi autor de cabecera es Perogrullo. Me contento con haber  trabajado para mantener bien informados a los inquilinos de este pícaro mundo.

(A propósito, la primera noticia que recuerdo haber oído, se le escuché en Santa Bárbara, Antioquia, a mi abuela, Amalita Calle Botero, de Jericó: “El mundo se va a acabar”. La segund, también tomada de la radio, se la oi a mi tía Débora: “Echandía va pa Palacio”. Me demoré algunas décadas para descubrir que  la tia lo decía el 9 de abril de 1948 en pleno bogotazo). 

Ahora, si además de informarle a la parroquia le he suministrado elementos para interpretar nuestra descuadernada realidad, no me pongo bravo.

También me halaga pensar que he divertido a quienes me leen para sacarle partido al payaso que llevo en procesión por dentro.

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