Por Óscar Dominguez G.
Clasifico para ser incluido en el soneto de Quevedo: “Érase un hombre a una nariz pegado”. Pensaba que con mi pluscuamperfecto apéndice no levantaría ni pa’l bus, sexualmente hablando. Falso positivo. No tengo quejas de la ternura femenino pero tampoco clasifico para ser considerado la bragueta más rápida del oeste.
Pero no hay mal que por bien no venga: con el tiempo y un palito descubrí que esa nariz, antípoda de la de Nefertiti, reina del Nilo, me serviría para instalar allí las gafas.
Las de miope que acabo de jubilar se ganaron el reposo. Pueden dar un parte de “micción” cumplida. Me acompañaron 20 años. Son un periódico de ayer. Va mi reconocimiento a mis anteojos que me ayudaron a mirar el mundo más allá de mis ñatas.
Uso atiparras desde cuando la mano del hombre puso el pie en la luna, en julio de 1969. Estos ojos que han de volver polvo el horno crematorio vieron a Armstrong robarse unas piedras y regresar a casa muy orondo, como cuando Bush bombardeó la leyenda. Me refiero a Bagdad.
Sin confirmar sí lo digo: Le debo mis gafas al hecho de haber leído con vela en mi “jodentud”. Lo hacía para no incomodar a los bellos durmientes de mi entorno en las vacaciones familiares en Santa Bárbara.
Mi abuela jericoana que nunca sonreía y vivía de luto perpetuo, usaba una especie de quevedos hasta para armar sus propios cigarros con tabaco de la región. Doctores tiene la ciencia oftalmológica que sabrán responder si de tanto admirar a mamá Amalia Calle Botero uso gafas.
Nunca me animé a cambiarlas pese a la cantaleta de que los lentes de contacto son baratos, fáciles de poner y quitar, amén de que el eterno femenino los prefiere sin gafas. Otros me hablaban de cirugías con tecnología de punta. Nada de eso: “Firmes, Cachirí”, con mi bastón doble para los ojos.
Veo muchos contemporáneos y excolegas gafufos y no los reconozco. Escogieron la peor forma de reinventarse y sacar su mejor versión. ¡Desertores!
Mi oftalmólogo, el doctor Cuevas, certificó repetidamente que mis gafas hacían bien la tarea. Pero la montura acusaba fatiga de metal. Se habían caído setenta veces siete. Siempre se levantaron. A espaldas de Cuevas las cambié. O me las cambiaron mis asesoras de imagen, mujer “i” hija. Y donde mandan capitanas….
Estoy agradecido con las gafas que acabo de pensionar. Han hecho por mí lo que jamás podrá hacer el sofisticado telescopio James Webb que hace poco encontró vapor de agua a 370 años luz de nuestro ego. Con el Webb jamás podría ver vanguardias y retaguardias femeninas que alborotan la libido. Tampoco podría ver pasar el viento ni atisbar aviones que entran o salen del aeropuerto Olaya Herrera movilizando viajeros a sus respectivas itacas.
Con el Webb tampoco podría ignorar primero a quienes me aplican las cataratas cuando me ven en la calle “caminando lerdo”. En mi paupérrimo latín rezo apretados responsos por mis gafas. Eso sí: a rey muerto, rey puesto.