
Por Óscar Domínguez Giraldo
Tengo la cabeza de los muertos de mi familia. Cuando alguno de la tribu familiar muere, alguien dice: El sombrero – o la gorra- es para el Negro, como me dicen. Los muertos próximos a mis aurículas y ventrículos siguen viviendo sobre mi cabeza. Curiosa forma de inmortalidad. (Aprovecho para hacer una petición: Por favor, no más sombreros. Tengo para varias reencarnaciones. Antes había pedido que no me endosaran las lociones ni los zapatos de los “interfectos” del árbol genealógico. Porque tengo los pies de los parientes que van desocupando el amarradero).
Todavía recuerdo la pregunta que me hizo un cuñado cuando me quedé sin puesto: ¿Pero el desempleo te agarró con buena ropita y con zapatos? Le dije que sí. A su muerte heredé varios pares de “pinrieles” suyos que todavía me acompañan en mis trotes citadinos de solitario.
Si el hábito no hace al monje, muchos sombreros son la biografía sí autorizada de quienes viven debajo de ellos. Lo digo por la limusina-sombrero que lució Melania Trump en la posesión de su atropellador magnate, empeñado en hacer del mundo el peor vividero. Ganas dan de agarrar el sombrero y largarse para otro planeta.
Viendo a doña Melania, eslovena ella, con su muro de México en la cabeza pensé: imposible encontrar una mejor disculpa para huir del beso en el cachete de su inameno cuchicuchi que detesta a los migrantes.
La reina Isabel tenía sombreros para dar y convidar a cuál más divertido. Cuando me despierto con el ánimo averiado, pienso en alguno de su colección, y recobro la sonrisa. Sus sombreros valían por una película de Chaplin o una paradoja de Wilde. Siempre imagino a Chaplin caminando «bajo el ala del sombrero”. (La reina Chava II también tenía colección de zapatos. Una real empleada se encargaba de domarlos primero).

Lamento no haber sido papa, como lo tenía presupuestado, para chantarme los sombreros camauro y saturno que utilizan los pontífices.…Y ponerme zapatos rojos de camaján.
En su momento, el presidente peruano Pedro Castillo convirtió su descomunal sombrero en prótesis. No se lo quitaba ni para para violar el sexto mandamiento: sí fornicar. “Cuanto más grande el sombrero, menos se ve el presidente”, escribió en una décima el poeta opita Pompilio Iriarte aludiendo al de Castillo.
Fue famoso el sombrero del presidente Eduardo Santos. Lo llevó a un almuerzo en casa de las señoritas Rodríguez, en el viejo barrio de La Candelaria. Las solteras perpetuas dieron papaya y el gato de casa hizo pipí sobre el Barbisio (¿) de Santos. Tuvieron que retenerlo a punta de colaciones hasta que se secó. Ni Santos ni el gato se dieron cuenta del episodio.
Entrados en gastos, toca recordar la pregunta de un nieto a su abuelo: ¿Puedes sacar a Dios de un sombrero? ¡Chapeau!
Décima al sombrero del peruano Pedro Castillo
Por Pompilio Iriarte
Cuanto más grande el sombrero,
menos se ve el presidente.
Mucha gorra, poca gente,
la apariencia es lo primero;
sin el gorro, vale cero.
Ambigua la dignidad,
pues no se sabe en verdad,
aunque camine un buen trecho,
si lo que pone es el pecho
o es la espalda la que da.
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